Máscaras, Rostros de la Alteridad: recorrido por las formas visibles de lo invisible

28/12/2025 - 6:30 am

Una de las funciones esenciales de la máscara es transformar al portador. No sólo oculta el rostro habitual: lo disuelve. Cuando alguien se coloca una máscara, deja de actuar como individuo y se convierte en figura ritual. 

Por Eduardo López

Ciudad de México, 28 de diciembre (SinEmbargo).- Durante años hemos mirado las máscaras como piezas concluidas, como si su presencia en vitrinas y muros bastara para comprenderlas. Ahí están, inmóviles, iluminadas para que podamos apreciar cada línea, cada capa de color, cada gesto tallado con precisión. A simple vista parecen objetos que ya han dicho todo lo que tenían que decir.

Basta detener la mirada un instante para reconocer que algo falta. La máscara, por sí misma, es un cuerpo incompleto. No falta madera ni barniz; falta el mundo que la hacía respirar. Falta el polvo del patio donde se bailaba, la música que marcaba su ritmo, la comunidad que la reconocía como una presencia necesaria. Una máscara sin rito es una forma suspendida, una mitad de historia que no termina de revelarse. Esta ausencia no es un problema estético, sino antropológico. Igual que ocurre con los conocimientos de los pueblos originarios, que no pueden comprenderse fuera del territorio que los producen.

Una forma de pensamiento

Las máscaras no son sólo artefactos de madera o papel; son formas visibles de un pensamiento colectivo. Aquello que en la pieza terminada parece ornamento o exageración, tiene una función precisa dentro del mundo ritual. La sonrisa amplia, los pómulos afilados, los ojos desmesurados: cada rasgo responde a un relato, a una memoria o a una necesidad que no puede expresarse con la cara desnuda.

En muchas regiones del país, la máscara es un instrumento que articula relaciones entre humanos, espíritus, animales y fuerzas naturales. No representa; encarna. No ilustra: participa. Y esa participación sólo es posible cuando un cuerpo se la coloca y acepta ser guiado por ella. Mirar una máscara sin ese contexto es como observar una prenda sin saber quién la porta, como un instrumento sin quien la haga sonar. El objeto muestra su técnica, pero oculta su verdadera dimensión simbólica.

Máscaras, Rostros de la Alteridad. Fotos: Artes de México

Máscaras activas, máscaras contemplativas

La distinción entre máscaras activas y máscaras contemplativas ayuda a comprender esta paradoja. Las primeras son las que siguen vivas dentro del rito. Se humedecen con el sudor del danzante, se tensan con la música, se transforman con el movimiento. Una máscara activa no es un objeto: es un cuerpo ampliado. No existe plenamente hasta que alguien la sostiene. Las máscaras contemplativas, en cambio, son las que han sido desplazadas del rito hacia el espacio museográfico o doméstico. Conservan sus rasgos, su belleza, su historia material, pero han perdido el pulso que les otorgaba sentido. Su silencio es distinto: no es el silencio del descanso, sino el de la desconexión.

El tránsito de una condición a otra muestra cómo una cultura se adapta, qué elementos permanecen en la práctica y cuáles pasan a formar parte de la memoria visual. Lo que hoy admiramos como artesanía pudo haber sido, hace no mucho, la encarnación momentánea de un espíritu protector o de un personaje del mundo mítico.

El cuerpo que se diluye

Una de las funciones esenciales de la máscara es transformar al portador. No solo oculta el rostro habitual: lo disuelve. Cuando alguien se coloca una máscara, deja de actuar como individuo y se convierte en figura ritual. El cuerpo que la sostiene ya no se comporta según su identidad cotidiana, sino según las reglas del personaje que emerge.

En el norte del país, por ejemplo, los chapayecas yaquis alteran su caminar, su postura y su manera de relacionarse con el entorno. No imitan un papel: lo habitan. En fiestas tepehuanas, el viejo-diablo-toro encarna fuerzas que no pueden mostrarse sin mediación simbólica. En territorios huicholes, hay máscaras que contienen relatos enteros; al portarlas, el danzante revive pactos antiguos que solo existen cuando alguien presta su cuerpo para reactivarlos. Este desplazamiento del yo transforma la máscara en una herramienta que articula identidades colectivas. La figura que aparece ya no pertenece al individuo, sino a la comunidad. La máscara opera así como un puente entre tiempos, memorias y presencias.

Un territorio narrativo

Cada máscara es también un pequeño territorio narrativo. Sus líneas, colores y proporciones no surgen del capricho, sino de un entramado de conocimientos transmitidos de generación en generación. Quien aprende incorpora gestos aprendidos, historias escuchadas, acuerdos comunitarios que determinan cómo debe ser el rostro que aparecerá.

En la Costa Chica, los diablos conectan a vivos y muertos durante las festividades. La máscara no representa una amenaza: facilita un reencuentro. Entre los totonacos, ciertas piezas contienen la memoria del bosque y permiten ingresar a un tiempo extraordinario donde los límites entre humano y espíritu se desdibujan. En el Istmo, figuras como la serpiente o el rayo descienden simbólicamente a través de máscaras que prestan cuerpo por un instante. En todos estos casos, la máscara no es un objeto decorativo. Es un ordenamiento del mundo.

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Mascarero San Felipe Tepatlán, Puebla, 2013.

La distancia del museo

Ver una máscara en un museo después de conocer estos contextos produce una inquietud semejante a la que se siente al observar una prenda tradicional fuera del cuerpo que la sostiene. El objeto está completo: conserva forma, peso, proporciones. Pero su sentido no está ahí. La contemplación revela apenas la superficie. Lo esencial —la música, la respiración, la intención del danzante, la ceremonia que la activaba— ha quedado fuera del encuadre.

La memoria de la máscara no reside únicamente en la madera, la fibra, el cuero, sino en la red de prácticas que la rodeaban: los permisos solicitados a autoridades rituales, las instrucciones transmitidas oralmente, los ensayos antes de la fiesta, la manera específica en que debía inclinarse o girarse para convocar cierto gesto. Sin esa red, la máscara se transforma en un objeto hermoso pero incompleto.

Persistencia y transformación

Aun así, incluso las máscaras contemplativas conservan algo del cuerpo que las sostuvo. Una curva del pómulo puede recordar un movimiento, un desgaste junto al borde puede contar horas de danza, una grieta mínima puede delatar la energía con la que fue usada. La máscara envejece, como envejece la prenda tradicional, y en ese envejecimiento guarda una parte de su historia. Esta dimensión material permite que la máscara siga siendo una presencia, aunque el rito ya no la active. Su quietud no es absoluta: está cargada de memoria.

Después de recorrer sus usos, sus técnicas y sus significados, permanece una idea central: la máscara no oculta: revela lo que la cara desnuda no puede mostrar, muestra los vínculos entre mundos distintos, la continuidad de relatos que no siempre pueden escribirse.

Quien la porta accede a una forma distinta de ser. Quien la observa participa, aunque sea desde la distancia, de ese umbral. La máscara, incluso inmóvil, conserva la capacidad de abrir una puerta hacia otra forma de realidad.

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Lo dice el reportero