
En el coche no sólo soy yo, otro pasajero va completamente dormido, uno más va mirando por la ventana, escuchando música y chateando en su celular. El copiloto va también enfocado en sus asuntos, pero parece ser que es al único al que el chofer escucha; es el dueño del coche. Todos ponemos dinero para la gasolina y las casetas, pero lo administran los dos de adelante. ¿Cuánto gastan, cuánto sobra? No lo sé. Yo voy metido en mis propios asuntos. Empiezo a pensar que el país es como un coche. El que maneja sería el equivalente al presidente, o el partido en el gobierno. Los llamamos “clase política”, y los despreciamos. El copiloto es el empresario que le acomoda el asiento al chofer, le destapa la botella de agua y se la entrega en la mano para que beba. En respuesta a ello, el chofer va casi siempre a donde el copiloto diga.

Mientras yo hablo, el copiloto le sube el volumen al radio y chofer y copiloto se ríen de mí al tiempo que me ignoran. Otro sigue dormido y ni siquiera se ha enterado de que el copiloto y el chofer dicen que se perdió parte del dinero de todos y que hay que poner más; yo creo que se lo robaron y se lo hago saber al que va mirando por la ventana, que se quita un audífono de la oreja, asiente y sigue absorto en sus pensamientos. Desde mi visión casi iluminada de esta realidad, creo que el chofer es un inepto y juraría que le tiene sin cuidado a donde quiera ir la mayoría, se limita a obedecer al copiloto y éste se lo agradece. A mí me interesa y me preocupa esta situación, por eso miro para atrás y para adelante y por esta razón voy escribiendo esta denuncia y por esa misma razón de vez en cuando intento que se escuche mi voz. Hacemos una pequeña parada técnica y descubro que en el coche no vamos sólo los cinco que estamos cómodamente sentados en nuestros asientos.

Más vale que no se enteren porque nos ponchan las llantas, le meten una piedra al mofle o cortan algún cable importante. Hecha esta observación, me siento indignado pero cuando vuelvo a sentarme en mi asiento me doy cuenta de que realmente no es tan importante a donde nos dirigimos, o si copiloto y piloto se roban unos cuantos pesos; yo voy muy bien, y este trabajo que tengo me hace feliz. Estoy seguro de que yo sería mejor conductor, que podría manejar mucho mejor, le daría unos buenos manazos al copiloto cuando intentara tomar dinero o siquiera me insinuara hacerlo para beneficio de ambos. Es más, yo ampliaría el coche o lo cambiaría por uno más grande donde cupieran todos dignamente. Bueno, yo creo que manejaría mejor –pero aquí entre nos– no estoy seguro. Así que mejor critico a los de adelante y me ocupo de mis asuntos. El que mira por la ventana me da una palmada cada vez que alzo la voz y me dice que soy un pasajero valiente. Siento mucha satisfacción y felicidad por ello.

Él y yo somos buenos pasajeros; buenos ciudadanos –creo yo–. Se me ocurre que debiera manejar este sensible muchacho, pero no lo hace. ¿Será que siente lo mismo que yo? ¿Será que manejar es un riesgo grande y una tarea tan desagradable que los buenos pasajeros prefieren mejor dejársela a los peores conductores, pero que aún siendo pésimos conductores, por ambición, reconocimiento, locura qué se yo se animan a hacerlo? El dormido… pues sigue dormido.





