La revista- libro La casa como manifiesto de Luis Barragán nos revela no sólo la personalidad del autor, sino también la compleja construcción de su persona y de su personaje.
Por Luis Villarreal Ugarte
Ciudad de México, 30 de noviembre (SinEmbargo).- La revista-libro de La casa como manifiesto de Luis Barragán de la editorial Artes de México, puede entenderse como la expresión tangible de una propuesta estética y arquitectónica, pero también como un reflejo de su carácter y de su visión del mundo. Al mismo tiempo, la posibilidad es inversa: la casa de Luis Barragán como manifiesto, es decir, como una declaración de principios que trasciende su biografía y ofrece aportaciones valiosas a la arquitectura mexicana y universal.
La casa como un manifiesto de su autor
La casa como manifiesto de Luis Barragán nos revela no sólo su personalidad, sino también la compleja construcción de su persona y de su personaje. Los textos reunidos en esta publicación nos abren la puerta a la cotidianidad de una vivienda refinada y de un habitante sofisticado, pero igualmente contradictorio. Se trata de un hombre que, por un lado, busca la soledad espiritual, el recogimiento religioso y la intimidad; y, por otro, se entrega con plenitud a la alegría, al placer y a la sensualidad de los sentidos.
La casa es de Luis Barragán, y la casa es Luis Barragán. Él mismo se refería a su obra como autobiográfica y, dentro de toda ella, su casa es su reflejo más fiel. Alberto Ruy Sánchez escribe en la introducción:
“Esta casa integra la vida y la obra de un hombre complejo en una formulación material que a la vez es espiritual: busca de manera peculiar y muy personal la sencillez de la alegría, de la soledad, del silencio, de la serenidad y de la belleza. La casa como cuerpo habitable y como alma vibrante, todo al mismo tiempo.”
Adriana Malvido coincide al señalar que Barragán: “(...) siempre protegió su intimidad. Diseñó su casa estudio como un recinto sagrado y refugio (...). En ella defendió como valor estético y existencial el derecho al misterio, a la serenidad y al silencio (...). La casa estudio de Tacubaya es, en ese sentido, extensión de su cuerpo y expresión de su alma.”

La religiosidad de Luis Barragán —o, con mayor precisión, las manifestaciones formales de su espiritualidad católica— se encuentra presente en cada rincón de la casa. No se trata únicamente de expresiones de fe personal, sino de construcciones simbólicas que revelan una nostalgia profunda por un pasado idealizado. Las imágenes y formas que configuran su universo visual actúan como evocaciones e invocaciones de ese pasado, generando lo que puede entenderse como una nostalgia creativa: la conciencia del pasado transformada en impulso poético y estético, como es mencionado en la revista-libro.
Guillermo Eguiarte, en “Por las sendas de Tacubaya,” compara esta experiencia con la de los jardines japoneses, donde “lo efímero de la belleza y el gozo anticipado del dolor por su inminente ausencia” generan una emoción estética singular. En Barragán, esa emoción se alimenta de los recuerdos de su niñez campirana, bucólica, marcados por la pérdida de la inocencia.
Los textos de Xavier Guzmán y Adriana Malvido incluidos en la publicación nos introducen en la vida cotidiana del hogar: sus amistades, sus celebraciones y sus tertulias. La casa de Tacubaya fue punto de encuentro de la élite cultural capitalina: José Clemente Orozco, Chucho Reyes, Edmundo O’Gorman y Miguel Covarrubias, acompañados por las presencias literarias de su biblioteca —Proust, Stendhal, Dostoievski y, de manera especial, Ferdinand Bac, uno de sus autores predilectos.
Sin embargo, tanto Guzmán como Malvido trascienden la crónica social. A través de ellos accedemos a la intimidad de un hombre reservado y enigmático, a las reuniones donde convivían la erudición, el arte y el afecto. Conocemos también sus vínculos personales, amistosos y amorosos: Adriana Williams, María Luisa Lacy, Valerie Luandalh, Carlos Pellicer, Salvador Novo, Justino Fernández y Carlos Monsiváis.
La casa como manifiesto
La casa de Luis Barragán como manifiesto alude a su valor universal y a la trascendencia que esta obra tiene dentro de la arquitectura del siglo XX. En ella se expresa una voluntad consciente de construir un lenguaje propio, nacido de la experiencia vital y la reflexión, y alejado de las corrientes internacionalistas dominantes. Su estética, más que apropiarse de la tradición, la reinterpreta desde una sensibilidad contemporánea, evitando cualquier forma de tradicionalismo anacrónico.
El tratamiento de la luz natural constituye uno de los elementos centrales de la experiencia arquitectónica. En Barragán, la luz no responde a una función técnica sino a una búsqueda estética y espiritual. A veces tenue y contenida, otras intensa y dramática, la luz se convierte en un recurso poético que articula el espacio y despierta la emoción del habitante. Como señala Alfaro, su uso se emparenta con la sensibilidad del barroco tridentino, donde la iluminación era un medio de conmover y trascender.

En la casa de Tacubaya, la luz está calculada con precisión para provocar una experiencia interior visual. Así, su atmósfera se acerca más al misterio del transparente de la Catedral de Toledo que a la claridad racional de la arquitectura moderna en vidrio, tan criticada por Barragán por su falta de emoción y espiritualidad.
De ahí que pueda hablarse, como sugiere Alfaro, de un “barroco abstracto”: una modernidad que no se reviste de color sino que se repliega hacia una espiritualidad formal. El ensayo de Alfaro invita al lector a recorrer la casa con una sensibilidad casi fenomenológica. En cada espacio, en cada detalle, se percibe la presencia latente del arquitecto. En “Pausados asombros”, Alfaro guía al visitante a veces señalando lo que merece detener la mirada; otras, permitiendo que uno se abandone a la emoción del recorrido, entre escenarios que evocan al habitante ausente, aunque siempre presente.
Los recorridos intrincados y laberínticos van tejiendo una experiencia siempre sorprendente. Como apunta Ruy Sánchez, la casa es “una invitación constante a un mundo nuevo tras otro”: un tránsito que despierta los sentidos. Esta concepción del espacio —como una sucesión de descubrimientos— parece inspirada por la visita de Barragán a la Alhambra, donde la arquitectura se vive como una secuencia emocional.
En la casa de Tacubaya, los espacios se enlazan mediante esclusas o umbrales que funcionan como pausas de anticipación, preparando al visitante para el asombro del siguiente recinto. Cada transición es un momento de expectativa y revelación, una cadencia cercana a la lógica del montaje cinematográfico: ritmos, silencios y sorpresas que construyen una experiencia sensorial total.
Pensar en la casa como manifiesto implica situar en su tiempo. Los últimos años de la década de 1940 y los primeros de 1950 fueron escenario de una revisión crítica de la arquitectura moderna. Surgieron manifiestos como: Manifiesto de la Arquitectura Emocional, 1947 y el Manifiesto de la Alhambra en 1952 que cuestionaban los excesos de una racionalidad que había perdido contacto con la emoción humana.
En este contexto, la casa de Luis Barragán se erige como un manifiesto construido: una declaración material de principios. No un texto teórico, sino una obra que encarna una visión alternativa de la modernidad. Su coherencia, su hondura espiritual y su potencia formal la convierten en una pieza única, en la que arquitectura y vida se funden para recordarnos que, en el fondo, toda gran obra habitable es también una forma de pensamiento.
El autor es profesor y director del programa de arquitectura del Tec de Monterrey, Campus Monterrey.




