Como cada año, en Tlaxcala, México, se celebró la llamada Huamantlada. La edición de 2025 dejó múltiples escenas que se viralizaron en redes sociales, entre ellas un video en el que un hombre fue brutalmente embestido por un toro: uno de los cuernos atravesó su pierna. Todos los asistentes estaban ahí por voluntad propia, excepto los toros. Lo peor es que, al finalizar el evento, son sacrificados.
Antes no se les mataba, pero ahora los “expertos” justifican su ejecución argumentando que, tras el primer contacto con el capote, su conducta cambia y representan un riesgo para futuras corridas. Este año, 18 toros fueron asesinados, sólo para satisfacer los instintos más primitivos del ser humano: la sed de sangre y violencia. La ironía es que los propios participantes también arriesgan la vida, sufriendo heridas graves e incluso la muerte. Una evolución humana, cuanto menos, cuestionable.
Un espectáculo violento
Para el evento se desplegó un operativo con más de mil elementos de seguridad, Guardia Nacional, Marina, Protección Civil, Cruz Roja, entre otros. Resulta indignante que en un país donde el auxilio en emergencias reales es deficiente, sí se destinen tantos recursos para garantizar la continuidad de un espectáculo violento. Eso sí, la protección es solo para los humanos.
Los toros, en cambio, viven horas de estrés extremo. Son animales de pastoreo que se ven forzados a estar en espacios cerrados, rodeados de gritos, petardos y multitudes. Se resbalan en el pavimento, chocan contra bardas, sufren fracturas, contusiones, hemorragias y agotamiento físico hasta colapsar. En el plano psicológico, experimentan desorientación, confusión y miedo, lo que deriva en conductas erráticas y agresividad inducida. Su instinto de defensa es manipulado para dar “espectáculo”, pero no es natural; en libertad, un toro no embiste sistemáticamente.
El destino de estos animales es aún más cruel: el sacrificio en un rastro. Nunca regresan al campo, ni a una vida natural. Una vez usados, son considerados demasiado peligrosos para volver a espectáculos o a la reproducción. Sus últimas horas son un infierno diseñado por manos humanas.

Una enfermedad social
Mientras algunos describen la Huamantlada como una fiesta de arte efímero, flores y adornos, lo que realmente sostiene esta tradición es la violencia ritualizada. Con el paso de los años, muchos aficionados han normalizado la crueldad, desarrollando habituación: perciben la violencia contra el toro como algo cotidiano, incluso divertido. Así reducen su disonancia cognitiva: aunque reconocen el sufrimiento, lo justifican en nombre de la “tradición, la valentía o el arte”.
En este contexto, la Huamantlada funciona también como una catarsis colectiva: un espacio donde liberar frustraciones y tensiones bajo la excusa de la fiesta. Lo que realmente se comparte ahí no es alegría, sino una enfermedad social basada en el sadismo.
Al final, se produce una ceguera selectiva: los asistentes saben que el toro sufre, pero lo minimizan con mecanismos de desconexión moral. No ven a un ser sintiente, sino a un enemigo o contrincante que “merece” su destino.
La Huamantlada no celebra la vida ni la cultura, celebra la violencia. Y mientras se aplauda el dolor ajeno en nombre de la tradición, no habrá evolución que valga.




