
Según Reporteros Sin Fronteras (RSF), México se ha convertido en el segundo país más letal del mundo para los periodistas, sólo detrás de Gaza. Es el síntoma de una descomposición institucional profunda, donde ni el Estado ni sus mecanismos de protección logran —o quieren— responder a la magnitud del riesgo. Hablar de la violencia contra la prensa es, hoy, hablar del deterioro democrático del país.
Es en ese contexto es que RSF identifica al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) como el principal depredador de periodistas en México. Su control territorial, su capacidad letal y su obsesión por gestionar la información mediante el terror son reales. Pero no podemos ignorar algo fundamental. En contextos de macrocriminalidad, como el mexicano, las fronteras entre Estado y crimen organizado se vuelven difusas. Cooptación, connivencia, omisión o colusión: las formas varían, el efecto es el mismo. En realidad, los grupos criminales actúan bajo el amparo y protección del poder público.
De hecho, Artículo 19 ha documentado durante años que la mayoría de las agresiones no letales contra periodistas proviene de agentes del Estado: policías que detienen arbitrariamente, funcionarios que hostigan, gobernadores que estigmatizan, fiscalías que persiguen judicialmente. Cuando el crimen mata y el Estado intimida, el resultado es una prensa arrinconada por dos frentes.
Y frente a esta doble violencia, dos grandes preocupaciones definen hoy la respuesta estatal. Una es la negación oficial, ese país “de libertades” donde informar mata. Mientras los datos colocan a México junto a una zona de guerra, el discurso presidencial insiste en que aquí se vive “la mayor libertad de expresión de la historia”. Esta narrativa no es sólo desconexión con la realidad; es una política de Estado. Si el poder niega la violencia, no siente obligación de atenderla. Si minimiza a las víctimas, tampoco se siente responsable de protegerlas. La negación genera impunidad, y la impunidad se convierte en combustible del siguiente ataque.
La otra preocupación se da en términos institucionales. El propio Mecanismo Federal de Protección para Personas Defensoras y Periodistas opera con deficiencias estructurales que desde hace años señalamos, y que el periodista y consejero de esa instancia, como Andrés Solís, han señalado con claridad: tardanza en las evaluaciones de riesgo, medidas ineficaces, falta de coordinación con autoridades locales, y un abandono operativo de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana que deja a periodistas desprotegidos en los momentos más críticos.
A ello se suma un dato demoledor del Espacio OSC: este año sólo el 25 por ciento de las solicitudes de incorporación al Mecanismo federal son aceptadas. Tres de cada cuatro personas que piden ayuda —porque su vida corre peligro— quedan fuera sin explicación clara y sin alternativas. Es una política de exclusión que, combinada con la impunidad, equivale a dejar vidas enteras en la intemperie.
No sorprende entonces que el crimen organizado actúe con la certeza de que no habrá consecuencias, mientras el Estado insiste en que todo está bajo control. En Gaza, esperemos, se vivió un genocidio contra la población y una masacre de periodistas en un contexto determinado. Si se avanza en los acuerdos de paz en dicha región, es muy probable que dicha violencia cese.
El tema es que México lleva casi 20 años con esta violencia contra periodistas. Parece que el silencio que se va imponiendo en diversos territorios, no solamente le es indiferente a las autoridades, también es funcional.
México no se volvió el segundo país más letal por accidente. Fue producto de años de omisión, discursos negacionistas, colusiones inconfesables y políticas de protección que funcionan a medias. Mientras se niegue la crisis y se desatienda la protección efectiva, el silencio seguirá avanzando más rápido que la democracia





