En esta historia se recrea la llegada de un anciano a “un pueblo rezumante de ratas y neblina”, en busca de su nieta, desaparecida cuatro años atrás.
Aunque el protagonista, Jeremías Andrade, es quien impone la perspectiva desde la cual narra una voz en tercera persona, lo cierto es que parecería ser el pueblo el personaje principal, un sitio donde sólo puede percibirse la ruina y el deterioro, un lugar donde los habitantes no atienden pero están alerta de todo respecto de los visitantes (el viejo no será el único), siempre buscando descifrar lo que sucede bajo la espesa niebla donde lo único que se escucha es el sonido de cómo se quiebra el cuerpo de los roedores.
Andrade, en este entorno y situación, llega al pueblo porque alguien le dijo que vio en él a su nieta –Rosaura– y, guiado por esa declaración, se adentra y pernocta en un desastrado y pobre hotel regenteado por una vendedora de pollos y una enana; con todo, es la comunidad la que le niega una bienvenida sin contratiempos porque, lejos de eso, el silencio y la afrenta (ante los que, por otra parte, nunca se defiende), la basura y la mentira, serán lo que habrá de soportar para, en una aspiración que tiene mucho de culpa, mantener esa pesquisa de años que promete llegar a su fin.
La novela, en estos términos, parece anclada en el propósito de provocar sensaciones antes que dar cuenta de los hechos con lógica y detenimiento; la cuestión, desde el mismo lenguaje, reside en acentuar lo determinante del frío y la niebla, el impacto de imágenes percibidas apenas en un instante (como, por ejemplo, cuando Andrade ve a un niño jugar futbol con lo que, cree, es la cabeza de una vieja) pero que continuarán, perturbándolo pero sin conseguir apartarlo de su objetivo: encontrar a su nieta.
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Evelio Rosero






