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Benito Taibo

18/10/2015 - 12:00 am

Jaque…

Mi abuelo intentó por todos los medios que me apasionara el ajedrez. Y no lo consiguió nunca. Me ponía frente al tablero, me dejaba jugar con las blancas e incluso me daba siempre un peón de ventaja. Y yo, por más explicaciones que recibía, miraba indignado cómo iban desapareciendo mis piezas, en una suerte de […]

En el año 1972, vi por la televisión el triunfo de Bobby Fischer sobre Boris Spassky por el campeonato mundial de ajedrez celebrado en Islandia. Foto: Tomada de Internet
En el año 1972, vi por la televisión el triunfo de Bobby Fischer sobre Boris Spassky por el campeonato mundial de ajedrez celebrado en Islandia. Foto: Tomada de Internet

Mi abuelo intentó por todos los medios que me apasionara el ajedrez.

Y no lo consiguió nunca.

Me ponía frente al tablero, me dejaba jugar con las blancas e incluso me daba siempre un peón de ventaja.

Y yo, por más explicaciones que recibía, miraba indignado cómo iban desapareciendo mis piezas, en una suerte de acto de magia indescifrable.

-Anticipa la jugada.- Me repetía una y otra vez. –Si yo muevo el caballo y como ahora mismo tu alfil, tú deberías estar pensando no en como destruir mi caballo, si no la manera de llegar lo más rápidamente posible hasta mi rey.

Pero lo que yo quería, era vengar de la manera más pronta y expedita la muerte de mi alfil, al que en pocos segundos le había tomado tanto cariño. Así que lanzaba mi torre sin recato alguno en busca de ese caballo maldito, mientras el abuelo iba moviendo pacientemente el resto del tablero para darme el ominoso jaque mate con el que terminaban todas las partidas.

El abuelo no se burlaba de mis pifias, ni de mi característico y suicida estilo de jugar.

Soy, sin duda, uno de los peores ajedrecistas del mundo (y no me enorgullezco de ello, por supuesto), pero ahora, a la distancia, tengo claro que para disfrutar del juego se necesitan altas dosis de paciencia, ensimismamiento y una mente matemática de la que carezco absolutamente. Ni puedo prever la jugada, ni sé que va a suceder en los próximos segundos que por lo visto deben ser cruciales para alguien que mínimamente sepa jugar.

Yo lanzaba (y lanzo, cuando alguien me pone un tablero enfrente) todas mis fuerzas combinadas con el sólo fin de que se termine el suplicio lo antes posible. Lo más parecido a la carga de la brigada ligera inglesa contra los cañones rusos en la batalla de Balaclava, en la Guerra de Crimea (donde fueron exterminados, heroica pero definitivamente).

En el año 1972, vi por la televisión el triunfo de Bobby Fischer sobre Boris Spassky por el campeonato mundial de ajedrez celebrado en Islandia. Sin lograr entender bien a bien que había en las cabezas de esos dos hombres que parecían estar jugándose la vida y que se miraban uno al otro con odio asesino.

Los soviéticos tenían hegemonía en el mundo del ajedrez desde 1948 y celebraban cada nuevo campeonato, gritando a voz en cuello las bondades del comunismo, y pretendiendo demostrar ante el mundo, cómo ese sistema era idóneo para el desarrollo del deporte-ciencia.

El caso es que Fischer, el rubio estadounidense, desenfadado y agresivo, logró lo que hasta entonces parecía imposible, y derrotó, después de una larga serie de partidas, a su contrincante soviético. Para luego desaparecer del mundo, durante veinte largos años.

Siempre he pensado en la figura de Fischer como la de un idealista trágico, que no tuvo vida más que para ese juego apasionante y feroz que no sólo enfrenta mentes; también superpotencias. Y que le hizo, a la larga, perder la cabeza.

Ha caído en mis manos un libro igual de apasionante, escrito por Leontxo García. Uno de los periodistas especializado en ajedrez más prestigioso del mundo, conferenciante, investigador, presentador y comentarista de torneos, experto en pedagogía y aplicaciones sociales del juego. Se llama Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas y está editado por Crítica (2013).

Gracias a él, voy descubriendo montones de cosas que no sabía y que son sin duda, asombrosas y apasionantes. Como la historia terrible de Fischer en esos 20 años de ausencia.

Y me ha hecho ver al juego desde una perspectiva diferente.

Guardo con enorme cariño a la dama negra del tablero de ajedrez de mi abuelo, que murió hace más de veinte años. Y que me recuerda siempre que no siempre los actos heroicos son por fuerza los más inteligentes.

Me reta desde un estante lleno de libros, advirtiéndome que hay que mirar un poco más lejos, más penetrantemente, con mayor paciencia y más sabiduría estratégica.

No puedo sentarme con el abuelo a jugar una nueva partida, porque ya no está entre nosotros.

Pero me gustaría volver a oír, aunque fuera una vez, desde su voz ajada por el tabaco y los años, el consabido “Jaque mate” que sigue intacto en mi memoria.

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