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Benito Taibo

27/09/2015 - 12:01 am

Una dama…

Todos, hemos escuchado hablar de Madame Curie, esa singular científica ganadora de dos (¡dos!) premios Nobel por sus descubrimientos extraordinarios. Incluso, puede que hayamos visto alguna fotografía de esa seria, enjuta, triste mujer, que mira a la cámara con cierto abandono, con cierta conciencia esencial acerca de su destino fatal, y uno no puede, después […]

Todos, hemos escuchado hablar de Madame Curie, esa singular científica ganadora de dos (¡dos!) premios Nobel por sus descubrimientos extraordinarios.

Incluso, puede que hayamos visto alguna fotografía de esa seria, enjuta, triste mujer, que mira a la cámara con cierto abandono, con cierta conciencia esencial acerca de su destino fatal, y uno no puede, después de conocer su historia, más que conmoverse.

La menudita, apasionada, concienzuda dama, fue galardonada con el Premio Nobel de Física en 1903,  “en reconocimiento por los extraordinarios servicios rendidos en sus investigaciones conjuntas sobre los fenómenos de radiación”. Y lo recibió compartido con un tal Henri Becquerel que la propia historia ha olvidado injustamente, y su marido, Pierre Curie.

Pero en 1911, en solitario recibe también el Nobel de Química, ésta vez  “por sus servicios en el avance de la Química por el descubrimiento de los elementos radio y polonio.”  Éste último bautizado así por el nombre de esa patria perdida que sin embargo ella siempre llevaba en la memoria. Polaca de nacimiento, Marie Curie sólo usaba su lengua materna para contar cuentos de hadas a sus pequeñas hijas, siempre y cuando no estuviera encerrada en el laboratorio, trasegando con esos materiales que acabarían consumiéndola exactamente igual que a una vela.

Trabajar con cientos de kilogramos de plecbenda, ese mineral, materia prima de donde puede conseguirse el cloruro de radio, después de mucho machacar, hervir, fraccionar, destilar una y otra vez, es altamente tóxico.

Marie muere el 4 de julio de 1934, después de quedarse ciega y con una severa anemia aplásica perniciosa; los dos males, producidos por su contacto largo y sostenido con materiales radiactivos.

No queda duda de su fervorosa, meticulosa, apasionada obsesión por la ciencia; sobre todo, sí sabemos que se negó siempre a patentar sus descubrimientos, con el fin de que pudieran ser utilizados para beneficio de la humanidad.

Pero lo que pocos saben, pocos sabemos, es del inmenso amor que  cabalgaba dentro de su pecho y que poco tenía que ver con el radio o el polonio.

Siempre he dicho que en la ciencia también hay poesía, y la inflamada pasión que Madame Curie profesaba por su marido, y al morir éste, por el físico Paul Langevin, es un recordatorio contundente de ello.

Ronda por mi casa un libro espectacular al respecto. Se llama “La ridícula idea de no volver a verte”, de Rosa Montero. (Seix Barral. Biblioteca Breve, 2013)

Es esa historia de amor (esas historias de amor) de Marie Curie, que sin duda, pueden, a nuestros ojos, hacerla brillar incluso mucho más que un gramo de purísimo cloruro de radio.

Y se descubre en él al destruido, demolido, terriblemente triste ser humano en el que Marie se transforma a partir de la muerte de Pierre. Escribe ella en su cortísimo diario, en la entrada del 7 de mayo de 1906: “Pierre mío, la vida es atroz sin ti. Es una angustia sin nombre, un desamparo sin fondo, una desolación sin límites”…

Sin duda, los descubrimientos de esa dama enamorada transformaron al mundo.

Pero hoy, quiero quedarme prendado de sus ojos, siempre al borde del desasosiego, ante la inminencia terrible de la desaparición del que se ama, y que la ciencia no ha logrado vencer.

Y esos ojos, me remiten necesariamente a mirar al fondo de los ojos de los padres de esos 43 normalistas que se desvanecieron en el aire, y que sin embargo, deben estar en algún lado.

Y pienso también la justicia, en la mentira, en la impunidad y en la catástrofe.

La desaparición forzada de esos 43 normalistas de Ayotzinapa, está dejando en nuestra patria una de esas cicatrices imperdonables que no sabremos nunca como restañar, a menos que con la demanda de todos, permanente, constante, que no admita excusas ni derrota, hagamos que la verdad salga a luz y que todos los culpables, uno a uno, sean castigados.

Mientras tanto, seguirá entre nosotros esa angustia sin nombre, ese desamparo sin fondo, esa desolación sin límites de la que hablaba la dama científica que sabía bien lo que la desaparición del que se quiere, provoca en nuestras vidas.

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