Helena advierte que se ha enamorado de su profesor de literatura en El funeral de Lolita

30/03/2019 - 12:00 am

“La gente solía describirlo como un nudo en el estómago. Para Helena era una mala metáfora. Si tuviera una cuerda en la tripa, al menos podría tirar de ella para escapar a algún lugar lejano, o quizá para deslizarse hacia dentro de sí misma y quedarse ahí escondida, a oscuras entre las vísceras, calentita y tranquila”, escribe Luna Miguel en El funeral de Lolita

Ciudad de México, 30 de marzo (SinEmbargo).– “No sé ni siquiera si estás viva, pero tenía que decírtelo: Roberto ha fallecido esta mañana en…”, dice el mensaje de Rocío, una antigua compañera del instituto, y el corazón de Helena da un vuelco. Igual al día en que advirtió que se había enamorado de su profesor de literatura. Ahora tendrá que enfrentarse a su muerte y a sus recuerdos. Helena conoce la muerte (ha perdido a sus padres, en circunstancias muy distintas), pero la de Roberto agitará todos los fantasmas.

En el tanatorio la espera Rocío, a quien Helena entregó hace muchos años su diario, pero también Laura, la viuda de Roberto, quien insiste en invitarla a su casa. Joven, reputada y polémica crítica gastronómica, Helena analiza, recomienda y censura sabores y platos, pero no sabe qué hacer con su vida. En su Alcalá de Henares natal, lejos de la revista en la que trabaja y de su pareja, mientras los recuerdos la asaltan y le anudan el estómago, deberá decidirlo.

Con El funeral de Lolita, Luna Miguel confirma ese gran talento para elegir las palabras que ha marcado su poesía y se revela como una magnífica narradora.

Fragmento del libro El funeral de Lolita,de Luna Miguel. :copyright: 2019. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.

***

1

La gente solía describirlo como un nudo en el estómago. Para Helena era una mala metáfora. Si tuviera una cuerda en la tripa, al menos podría tirar de ella para escapar a algún lugar lejano, o quizá para deslizarse hacia dentro de sí misma y quedarse ahí escondida, a oscuras entre las vísceras, calentita y tranquila. Pero no estaba tranquila: aquello en su estómago aleteaba como una polilla alrededor de un fluorescente. Algo así como el primer rugido del hambre. Como el estruendo del camión de la basura al irrumpir de madrugada en una calle estrecha.

Las siete y media de una tarde de marzo. El autobús H14 acababa de llegar a su parada cuando el teléfono sonó. Tenía un mensaje de la que fue su mejor amiga en el colegio y en el instituto y con la que llevaba sin hablarse más de una década. Ver el nombre de Rocío en aquella notificación le produjo un ligero vértigo que no le impidió bajarse del autobús de un salto y empezar a subir la avenida del Paral·lel como en un día cualquiera.

Quizá sólo se trataba de una confusión. Rocío habría encontrado su contacto por azar y le habría mandado una solicitud de amistad. O querría etiquetarla en algún álbum de fotos viejas en las que ambas aparecían bebiendo calimocho, o posando con los dedos en forma de uve y las uñas pintadas de brillantina. O quizá estuviera a punto de casarse o embarazada, y quería compartir su alegría con todas las personas que alguna vez formaron parte de su lista de contactos. Podría, incluso, tratarse únicamente de la invitación a una fiesta de reencuentro de antiguos alumnos del instituto, a la que por supuesto ella jamás asistiría.

Abrió el mensaje. No había fotografías pixeladas que despertaran un tanto la nostalgia, ni tampoco palabras maternales o gestos de celebración.

Sin apenas signos de puntuación, como si las letras estuvieran fundiéndose y apelotonándose en la caja de texto, el comunicado de Rocío era más urgente.

Tuvo que releerlo un par de veces para que cobrara sentido. Un líquido abrasador comenzó a ascender hasta la comisura de los ojos. Se los tapó con fuerza para detener la hemorragia. Siguió caminando avenida arriba, rumbo a casa, con un sentimiento parecido a la angustia pero también al alivio. A la altura de un restaurante asiático se dejó caer de golpe sobre una de las sillas metálicas de la terraza y dejó el móvil sobre la mesa. La pantalla aún emitía un leve brillo gracias al cual podía distinguirse un fragmento de las palabras de Rocío.

«no sé si querrás saber de mí tampoco sé si este es tu perfil no sé ni siquiera si estás viva pero tenía que decírtelo roberto ha fallecido esta mañana».

Sólo hacía falta deslizar el dedo hacia el símbolo del sobrecito azul para poder leer el mensaje completo. En vez de eso, Helena se clavó la uña del índice en el muslo con tanta fuerza que se hizo una carrera en la media.

Roberto está muerto, dijo en voz muy baja.

Cuando la pantalla se tiñó de negro, la acarició con el mismo dedo. Lo movió hacia arriba y hacia abajo del cristal, tratando de borrar las marcas.

Roberto está muerto, musitó otra vez, mientras el tráfico chillaba a sus espaldas y el camarero del restaurante la observaba desde la puerta sin hacer ademán de acercarse.

Fue entonces cuando Helena lo notó: el vuelo de una polilla en el estómago. Sus alas de metal lijando las paredes gástricas; el peso del cuerpo sin vida de Roberto iluminándose en una habitación hasta entonces inhabitada de su mente.

2

Tenía treinta años y nunca había asistido a un funeral.

No fue al de su madre, Fernanda, ni tampoco al de su padre, Amador. Helena no sabía lo que era un cadáver, sus pies jamás habían pisado un tanatorio. El único cementerio que había visto estaba en Copenhague. Lo más sencillo para llegar al restaurante Kiin Kiin de Nørrebro era atravesarlo, así que había estado ante la tumba de Kierkegaard, pero nunca pudo llorar frente a la de Fernanda.

Un conductor ebrio la dejó sin madre cuando sólo tenía siete años. Lo descubrió cuando una vecina llamó al timbre del chalet y entró en la sala de estar sollozando. Llevaba un periódico enrollado debajo del brazo y una bata gris sobre los hombros.

—Ay, Amador, que la ha arrollado un Seat rojo mientras volvía del mercado. Estaba cruzando la avenida Castilla. Se la ha llevado la ambulancia al hospital Príncipe de Asturias.

La taza de café de Amador salió volando contra la pared de gotelé de la habitación y su líquido negruzco chorreó hasta empapar el suelo lleno de trozos de cerámica. Helena guardó en la memoria el sonido del puño de su padre chocando contra la mesa de madera. Y su llanto seco. Y las palabrotas. Y los gestos con los que más tarde le explicaría que «un funeral no es sitio para una niña» o que «está prohibido ir a la tumba de mamá».

Ella no fue la única que no pudo despedirse de Fernanda. Amador tardó semanas en marcar el largo número tras el que se ocultaba la voz de los padres de su esposa. En algún lugar de Barranquilla, la voz entrecortada de su abuelo materno maldecía al «español cucarro y fantoche» y pedía a Dios que le devolviera a su niñita. La conversación no duró mucho, aunque sí lo suficiente para que a ambos lados de la línea decidieran odiarse. No volver a dirigirse la palabra.

En pocos días, Helena perdió a una madre, a unos abuelos y también al Amador que conocía.

Su padre ya no volvió a reír. No volvió a desprenderse del chándal azul marino con el que iba a trabajar. Pasaba horas sin levantarse del sofá mirando canales de deportes extranjeros; ojeando sus álbumes de fotografías de los años que pasó en el servicio militar; ordenando sus revistas de caza o escuchando una y otra vez su vinilo azul de Joan Manuel Serrat.

Helena, mientras tanto, se quedaba encerrada en su cuarto. Jugaba a las muñecas y hacía dibujos muy coloridos que dedicaba a su madre. Eran garabatos y canciones escritas con Plastidecor, cuyas letras se salían de las líneas dobles de los cuadernos anillados. Tras comprobar que no tuvieran faltas de ortografía, arrancaba las hojas y las doblaba en forma de aviones puntiagudos, para lanzarlas por la ventana de su cuarto antes de acostarse.

Habían pasado algunos meses desde el accidente de Fernanda, cuando una noche su padre salió a fumar al patio trasero de la casa y se encontró enredado en las ramas del limonero un avión de papel en cuyas alas podía leerse «te echo de menos», «vuelve», «creo que papá también se va a morir». Amador apoyó el pitillo en el alféizar e hizo pedazos el dibujo. Desde entonces, Helena no volvió a escribir cartas de amor a su madre, ni tampoco a hacer preguntas sobre cómo fue su vida en Colombia, antes de conocerlo.

Todos los vestidos y zapatos de su madre acabaron en cajas para donar a Cáritas o en maletas polvorientas en el desván. Donde antes estaban sus libros, ahora había un mapa antiguo del parque natural del cabo de Gata. Donde antes estaba el tocador de su cuarto, ahora había una vitrina con las armas de caza que Amador coleccionaba. Poco a poco, la casa se fue apagando. Lo único que Helena pudo conservar de su madre fueron unos pendientes dorados con forma de cruz, un gran pañuelo de color azul que había llevado en su boda la bisabuela Zurita y cuatro discos de vallenatos tristes que a veces ponía muy bajito cuando su padre estaba en el patio o dormía la siesta.

La tarde en que Amador murió, casi ocho años después, Helena volvió a entregarse a aquel ritual, y en lugar de asistir a su funeral prefirió quedarse tumbada en el suelo de su habitación, escuchando aquellos discos de principio a fin.

Huérfana dos veces, conocía perfectamente el sentimiento de pérdida. Había aprendido a evitar los pinchazos del duelo. A alejarlos. A repudiarlos. Pero el aleteo que le invadió aquella tarde de marzo era distinto.

Sentada en la terraza de un restaurante asiático del Paral·lel, se esforzó en imaginar algo que pudiera liberarla del miedo, pero en su cabeza sólo retumbaba el nombre de Roberto. Primero pensó en hacer un dibujito en una servilleta de papel que luego convertiría en avión y lanzaría al aire. Más tarde, que debería emborracharse y salir a bailar merengue con un hombre bello y desconocido. Luego pensó en hacer la maleta, regresar a Alcalá de Henares después de tantos años y acercarse por primera vez a un cadáver para pegarle un puñetazo a la cara muerta de Roberto. En realidad, le apetecía hacer las tres cosas. De hecho, iba a hacerlas.

Sonrió. Se secó las lágrimas y puso toda su atención en el tráfico de la avenida. El camarero se aproximó finalmente y le preguntó qué tomaría. Aunque no tenía hambre, Helena ojeó la carta de ramen y pidió una tapa de edamame trufado y un vino blanco seco.

Mientras esperaba su primera dosis de alcohol del día, decidió que era el momento de desbloquear el teléfono y terminar de leer las palabras de Rocío: «roberto ha fallecido esta mañana en el hospital de alcalá tenía cáncer de pulmón. el velatorio es mañana en el tanatorio cisneros, sus antiguos alumnos estamos organizándonos para asistir en grupo y llevar flores. helena, hace siglos que no hablamos, pero, por favor, si lees esto, al menos respóndeme. abrazos desde el val».

Se llenó la boca de habas de soja y las masticó sin quitarles la piel. Como no era capaz de tragar, escupió la masa verde en una servilleta de papel que robó de la mesa contigua. Pegó un largo trago al verdejo y se enjuagó con él.

Caía la noche en Barcelona cuando dejó un billete de veinte euros sobre la mesa y abandonó el restaurante con las mejillas incendiadas por el alcohol y el llanto.

Ni siquiera estaba borracha, pero le costaba caminar en línea recta. Tampoco estaba mareada, pero en su campo de visión los transeúntes daban vueltas. Sólo quería llegar a casa, subir al tercero sin ascensor donde compartía la vida con Seb y abalanzarse sobre el portátil para comprar un billete de tren que la llevara hasta Roberto.

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