Respecto a sus relaciones con la sociedad, descubrió que la dualidad que observaba en su madre se desplegaba también entre las clases sociales. Gombrowicz perteneció a una familia de terratenientes medianos, ubicada entre la aristocracia decadente de entreguerras y la naciente burguesía. Notó que la mayor afectación se producía precisamente en la aristocracia, que conservaba las formas y apariencias de la alcurnia aunque sufriera serias limitaciones económicas. Frente a esta conducta, percibía que esta dualidad no existía en los muchachos que trabajaban en las tierras de su padre; parecían gente transparente, sencilla, sin ocultaciones. Con ellos, el joven Gombrowicz podía mostrarse abierto y sincero; se entregaba por completo a los juegos de los campesinos, sin importarle revolcarse en la tierra, enlodarse o permitir que la lluvia lo empapara. Comprendió que la aparente inferioridad campesina resultaba mucho más libre que la superioridad aristocrática. Witold no pertenecía a ninguna de las dos clases, pero terminó decantándose por la primera. Se volvió adorador de la juventud, en especial de la masculina. Se cuenta que, en Argentina, demoraba sus tardes en el puerto viendo pasar a los jóvenes marinos. En cuanto a la mujer, también se inclinó por las relaciones que denominaba de inferioridad; le agradaban las sirvientas, las obreras, las muchachas de los barrios populares. “El impulso sexual —confesaba— me arrastraba hacia abajo, hacia la calle, hacia aventuras secretas y solitarias en los lejanos arrabales de Varsovia, con mujeres de la peor especie. No, no se trataba de putas; en aquellas aventuras torpes buscaba precisamente la salud, algo elemental, lo más bajo y por lo mismo lo más auténtico” (Lo humano en busca de lo humano, Siglo XXI, Méx.,1971).
Cuando asistió a la escuela en Varsovia, se dio cuenta de que las apariencias eran las formas dominantes; sus compañeros de colegio, muchos provenientes de las clases altas, portaban ya un sentido del honor muy serio. En sus Recuerdos de Polonia (Versal, Barcelona, 1984), relata que alguna vez se vio envuelto en un problema de honor con otro muchacho. Las reglas de caballerosidad indicaban que el ofendido debía propinarle una bofetada a su ofensor; este acto, a su vez, ofendía al ofensor, obligado a devolver la cachetada. Witold y su contrincante se pasaron el recreo regresándose bofetadas hasta que tuvieron que volver a clase. La pugna podía durar semanas y la bofetiza, intermitente, continuaba cada vez que se reencontraban. Esta situación provenía de los duelos en que los adultos se enredaban con pistolas o espadas; se trataba de un herencia de las costumbres militares de la Polonia de reyes y nobles, extendidas en el imperio austrohúngaro.
En la medida en que Gombrowicz se inclinaba cada vez más por la inmadurez, la inferioridad y lo bajo, empezó a repeler los modos de superioridad adquiridos de los militares. De hecho, obró en él una aversión severa hacia cualquier manifestación de lo militar, donde observaba la mayor expresión de las imposiciones rígidas de la forma. Por extensión, se opuso a todo tipo de autoridad, en especial la que se refiere a las instituciones, tanto políticas como culturales. Terminada su carrera de abogado, viajó a París para hacer una especialización: cumplió con lo mínimo en la escuela de altos estudios para extranjeros, como siempre hacía, y el tiempo restante lo pasó vagabundeando. En sus Recuerdos... reproduce una conversación que tuvo con grupo de estudiantes, compuesto por franceses y extranjeros:
—¿Le gusta París?
—Así, así. A decir verdad no he visitado nada.
—¿Por qué?
—No me gusta levantar la cabeza delante de los edificios y, en general, las visitas turísticas me aburren y me deprimen.




