
Más que por voluntad, los seres humanos vivimos cíclicamente porque así es nuestra comprensión de la temporalidad. Aunque los días son diferentes entre sí, partimos de la sucesión día y noche para establecer el primero de los ciclos en el que incorporamos nuestras vivencias. Y tras los días vienen las semanas, los meses, las estaciones y los años. Por alguna razón, estamos conformes con esa idea de repetición que, antes que otra cosa, es falsa, pues no nos volvemos a integrar al ciclo original. Sin embargo, la aceptamos, mirando con extrañeza a esos sujetos que hablan sobre la linealidad en nuestra relación con lo temporal diciendo cosas como que no se cumplen años, sino instantes o secuencias de presentes vividos, para desestimar los festejos asociados a los aniversarios.
Al margen de la conveniencia de vivir inscritos en una serie de ciclos que contienen a otros, lo cierto es que la llegada de algunos da pie a ciertas reflexiones. Hay quienes, cada noche, hacen un repaso de su día antes de dormir. Otros prefieren hacerlo cada semana o cada mes. Unos cuantos lo hacen con el pretexto de su cumpleaños. Y, muchísimos, llevan a cabo este proceso reflexivo cada que acaba un año.
Lo curioso de estas reflexiones (sobre todo las de año nuevo) es que se asocian con deseos o propósitos. La idea de ser mejor el año siguiente se asocia con el final de un ciclo. Y, como buenos humanos, buscamos estar en un estadio superior para la próxima vuelta completa. De ahí que sea común prometernos hacer ejercicio, alimentarnos mejor, buscar un trabajo más satisfactorio o lucrativo, ser mejor persona, convivir más con nuestros hijos, ser menos explosivo y una larga lista de propósitos que, bien vistos, suelen ser muy fáciles de justificar.
Para elaborar estos listados, en nuestro fuero interno pensamos en lo que está mal. Por ejemplo, que nuestra condición física ha mermado, que nuestro cuerpo no responde como debe, que hemos comido demasiado y nos hace daño, que ya no soportamos a nuestros jefes o que perdemos demasiadas horas al día frente a las pantallas de los celulares, por mencionar algunos cuantos. Es decir, somos críticos de nosotros mismos. Sabemos lo que está mal y buscamos corregirlo.
¡Enhorabuena! Es difícil iniciar un proceso de mejora si no se tiene claro lo que no funciona del todo. Da la impresión, empero, de que algunas generaciones ya no están dentro de esos procesos. Los niños salen mal en la escuela y los padres van a regañar a los maestros; un equipo juega de forma lamentable un partido y el coach aplaude los escasos méritos o que nada más hayan recibido media docena de goles; un infante come cantidades ingentes comida chatarra y sus padres lo justifican con su libre albedrío; a otro chico le permiten pasar horas frente a su pantalla porque es “la manera en que encontrará lo que le gusta”.
En otras palabras, antes que crítica, que autocrítica, lo que hay son justificaciones. De seguir así, pronto llegaremos a deseos de año nuevo del tipo: “mi propósito es seguir siendo como soy”. Y, si bien la autoestima puede ser considerada una virtud, en este caso será el primer impedimento para mejorar en lo que sea que se necesite.
Así que lo mejor es hacer es autocrítica, ver en qué no funcionamos bien del todo, tener la intención de hacer un cambio para bien y no ser tan indulgentes a la hora de abandonar el gimnasio en febrero. Si no pensamos en ciclos sino en esa linealidad temporal, bien vale la pena hacer este ejercicio con más frecuencia. La necesaria para volver de los propósitos un hábito que no debe esperar un año entero.





