Tenía yo el compromiso de asistir a Guanajuato, Guanajuato, donde se graduarían de maestras las hijas de mi hermano Julián, quien se había suicidado unos pocos años atrás, como representante, o padre sustituto, a la ceremonia. Con mi hermana Pastora y mi hija Marcela hicimos el viaje en una blanco Datsun cuadradito que sustituyó al Muégano, pero que no estaba exento de golpes aquí y allá. Íbamos a toda la velocidad que daba el Datsun, pero en el camino, cerca de Salamanca, de pronto se empezó a escuchar un traca-traca y nos detuvimos a la orilla. Por fortuna llegó una grúa de las llamadas Ángeles Verdes que nos arrastró hasta un taller de Salamanca; de ahí, Pastora y Marcela tomaron un autobús que las llevó a Guanatos (como se le dice a la ciudad de Guanajuato), mientras me componían el carro y luego ya arribaba yo. Los mecánicos se pusieron las pilas; pronto consiguieron la varilla que coordinaba las punterías y la instalaron rápido como si estuviéramos en los pits de Le Mans. No me cobraron caro, les di una propina y salí de volada hacia Guanatos. Cuando arribé al salón de fiestas, grande y lleno de mesas y gente, ya había empezado el desmadre, pero mis sobrinas aun no había pasado a recoger su diploma; así que aunque, derrapando, alcancé a ser un tutor puntual. De cualquier manera, Pastora podría haberme sustituido sin ningún problema. Ya que encontré la mesa y estuve junto a ella, con la respiración en orden, percibí el rumor y los olores de tantas personas que estábamos ahí reunidos.
Mi hermana quita su bolsa café de una silla que está junto a ella. Miro la mesa y no somos pocas personas la que la ocupamos. Hay una botella de vino blanco abierta, me sirvo una copa, la pruebo y me la tomo de un envión; mis sobrinas me ven, me sirvo otra copa, la levanto y, a unos dos metros, brindamos. Tanto ellas como Pastora y mi hija van vestidas y maquilladas muy guapas; Karla es la más morena de las cuatro, quizá porque abueleó, pues mi madre era morena y, además, la muchacha se parece a su abuela. Tania, de piel casi blanca y tipo árabe, me presenta, de pie, a varias personas que están a la mesa; yo saludo con la copa y me la vuelvo a terminar, sirviéndome otra. Ya había echado ojo a la mesa y no había mucha gasolina aunque, en las de junto, tenían más que suficiente. Por ahí veo a una muchacha rubia de no mal ver; ella ve que la veo.
De pronto, por el micrófono, el maestro de ceremonias menciona los nombres de Karla y Tania Samperio, invitándolas a pasar al estrado; se levantan, luciendo sus vestidos largos, Karla de gris claro con vivos violetas y Tania de café clarísimo con vivos cafés oscuros. Al centro de ellas, tomadas de mis brazos, voy yo, con traje azul de finas rayas grises y saco cruzado; una corbata tabaco pajizo con florecitas azules claras, camisa blanca.
La directora de la escuela les entrega los diplomas, me da la mano, echándome ojitos y menciona los promedios escolares; enfatiza que fueron de los más altos. Nos retiramos entre aplausos y volvemos a nuestra mesa; como la entrega de pergaminos ya va en la “S”, pronto se acaban los T, U, V, (no hay W ni X), Y y Z. Casi de inmediato sirven de cenar, destapan refrescos y pido una botella de ron Bacardí añejo (vi que el licor fuerte lo vendían y que la cena incluía sólo vino ligero). Volvimos a brindar por las muchachas y por otro par que nos acompañaban. Me di cuenta de que la muchacha rubia me veía, pero que iba acompañada de un galán (continuará).




