Cenamos, nos bebimos la mitad de la botella de Bacardí y llega el momento de bailar. Bailo con mis sobrinas, mi hermana, mi hija, una señora solitaria y, cuando el galán va al baño, con la rubita –casi alcanzo a bailar dos tres piezas con ella, pero casi al final de la segunda llega el galán— y la dejo en su lugar; miro al acompañante con cara de no le hice nada. La botella se acaba y yo estoy ya medio borracho y, como ando medio gastado de dinero, me voy a dar una vuelta por las otras mesas y veo una que está sola y, con habilidad de castor, me la meto tras el saco y me voy, despachadito, hasta nuestra mesa y ahí la pongo, la destapo; le preparo una cuba a Pastora, al galán, a la señora con la que bailé y otra para mí con doble cantidad de ron (uf, era blanco).
No me queda más remedio que seguir bailando con la señora y mi hermana, pues mis sobrinas y mi hija ya traen perseguidores. El tiempo se va yendo hasta las dos y media de la madrugada. La gente se empieza a ir, pero veo que el galán está borrachísimo y duerme con los brazos cruzados sobre la mesa. De inmediato, aunque también estoy borracho, me lanzo sobre la rubia que está atarantada, a la cual, de inmediato, me la repego, siento sus tetas contra mi pecho; en un par de danzones, la agarro de a cartón de cervezas, sintiendo sus nalgas en mis diez dedos. De pronto, avisan por el sonido que el festejo se ha terminado y todavía le alcanzo a dar unos besos en la boca a la rubia, quien tiene las mejillas coloradas. Siento una mano en mi antebrazo, volteo y está ahí mi hermana, haciéndome señales de que ya nos vayamos; suelto al fin a la muchacha y nos vamos hacia la mesa, donde mis sobrinas y mi hija ya están preparadas para irnos; junto ellas está tambaleando el galán, tomado del brazo de Karla. La rubia lo agarra y lo regaña. Nos vamos yendo y, al salir al aire, el galán cae redondo de frente.
Por mi lado, le digo y le insisto a la rubia que se vaya conmigo pero, para mi desgracia, ella tiene que manejar VW del caído, llevarlo a él y a mis sobrinas Karla y Tania, mientras yo, ya borrachísimo, la corbata a babor y medio descamisado, debo ir al hotel con Pastora y Marcela. Así que, mientras mis sobrinas y la rubia levantaban al galán sangrante (de la nariz), nosotros nos vamos camino al hotel. No tengo memoria, en rigor, de cómo llegué, guiado por mi hermana, hasta el hotel. Lo que sí alcanzo a recordar, un poco en la neblina y como mirándome a mí junto a mi hija, agarrándome ella del brazo izquierdo y yo con apoyo en el barandal de madera con la mano derecha.
Al día siguiente, al despertar, tenía no sólo una cruda apocalíptica, sino también una vergüenza titánica, en especial con mi hija Marcela, quien nunca me había vista en su vida embriagado. Y, ni modo, a la hora del desayuno les pedí perdón a ella y a mi hermana; y también ni pedo, me tuve que curar la cruda con un par de cervezas; fuimos a despedirnos de las sobrinas, con quienes también me disculpé, pero me dijeron que sólo me había visto “chistosito”. Ya en el camino, de regreso a la Ciudad de México, donde nos detuvimos a comer, me vi en el degradante aprieto de tomarme otras dos cervezas. Sólo miraba cuatro ojos que me observaban como por la mira de una escopeta de alto poder.




