Testimoniar

Guillermo Samperio

08/02/2014 - 12:00 am

Cuando el homo non sapiens recibe el don de nombrar las cosas del mundo, puede interiorizar ese mundo y, al hacerlo, lo problematizará inquiriéndolo. Se hace las preguntas fundamentales sobre el ser, sobre el fundamento del ser de las cosas. No sólo se pregunta por qué cae en zigzag el rayo en medio de la tormenta, sino también sobre el púrpura de la amapola, las rayas del tigre, los rumores del río. Al ir nombrando su entorno, su comarca, domina la horizontalidad de su existencia, pero andará errante porque no tiene ubicación en la planicie.

Respondiéndose algunas de sus preguntas, comienza a dialogar con las deidades celestes; en este ser en diálogo del homo, se topa con que ha alzado la vista para dialogar con los dioses, empezando a dominar la verticalidad. En el instante en que madura la relación vertical, logra hacer el cruce con lo horizontal, en lo plano, otorgándose ubicación, un punto, en el cosmos y, desde luego, en la Tierra.  En el diálogo con los dioses, descubre que porta un espíritu, vinculado con la verticalidad y, más tarde, con el inframundo, siguiendo la línea que cae.

Entonces, hubo actos del espíritu en las diversas comunidades que surgieron en la Tierra.  Tales actos las llevaron a intervenir unas con otras para hacer más compleja la interiorización. En ese momento, el homo adquiere también el implícito compromiso de testimoniar las cosas de lo sobrenatural, del mundo y las de sí mismo, las de los autodenominados hombres. Cuando el hombre comienza a testimoniar los acontecimientos del mundo y los del espíritu de manera oral, principia en rigor la Historia. Un tanto más adelante, cuando compara y una cosa con otra, un suceso con otro, una idea con otra, se encuentra en el momento de “ensayar” ideas y, con ello, el inicio de la concatenación de ideas en torno a un acontecimiento real, espiritual o imaginario.

Tanto la épica como la lírica —hoy en día la narrativa y la poesía—, surgieron de verbalizar los sucesos reales y mágicos, a través de relatos orales (en su mayoría versificados)  y de diversidad de canciones, de donde surgieron formas poéticas ahora consideradas clásicas, como el soneto. Los contadores de historias y los cancioneros sabían que caer en el olvido significaba perderse a sí mismos y, como diría Calvino, olvidarse del principio, es decir del punto de partida que será el de llegada. Con ello cabría la posibilidad del extravío y del desencuentro con los fundamentos del ser de las cosas y sus relaciones. El acto de testimoniar implica, pues, no nada más la acción de nombrar, sino también la de re-nombrar permanentemente de oído en oído, con el fin de mantener en movimiento la memoria y no desbarrancarse en la insondable desmemoria.

Compartir historias por la noche en torno a leños llameantes no era para nada sólo un entretenimiento, sino la manera de diseminar la memoria ancestral, originaria, compuesta por historias sin fin, mágicas, míticas y realistas; era el instante de la ensoñación de la palabra. Esta costumbre, aún acompañada del surgimiento del libro, se cultivó familiarmente hasta principios del siglo XX y se combinó con las lecturas colectivas, preservando así la oralidad literaria.

 La aparición de la radio dio un vuelco a la comunicación, apaciguando la tradición oral por medio de una tecnológica que manipula y quiebra la oralidad, el tú a tú, el nosotros y la palabra. Posteriormente, la televisión y el mundo de la imagen han subyugado el asunto de verbalizar las cosas del mundo —incluso se lo ve anticuado, como si fuera motivo de modas— y se empezó a caer en el olvido. En medio de tal silencio, surgen narradores orales urbanos; relatan cuentos, leyendas, mitos, sucedidos, en diversos ámbitos, con lo que encuentran una forma modesta de empezar a restituir el acto fundamental de testimoniar verbalmente. Ojalá se realicen además lecturas en voz alta, colectivas y familiares, para regenerar la memoria.

Guillermo Samperio

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