De las estancias que tiene la poesía, Ricardo Muñoz Munguía elige aquella en que los poemas siembran sus hallazgos en una red bien hilvanada de imágenes que envuelve como vegetación de palabras, y va enredando sabiamente al lector para que tome en sus manos la flor y el fruto, lo más intenso, lo más profundo, pero a su tiempo, empezando por esa “furia de soledades”, como se llama su primera sección, de las seis que tiene este libro, que comienza en el signo del fuego, en el infierno mismo que se vuelve canto que arde en el lugar donde se junta el “polvo de pabilos”, donde al estallar la plenitud sabremos que “un hombre encalla en medio del día”, y donde al deshojarse la esperanza encontraremos al hombre que “ha intentado detener la mirada en cada sol”. Pero el lugar es el mismo, el “bosque de quebradas hojas muertas” donde conmueve su lucha contra el destino: la bestia que atravesó el día y la noche, el engendro de la negra luz al que hay que matar para que quede por siempre tatuado en los carbones de la noche.
¡Bien halladas imágenes como la de la noche que al venir el alba se desordena, y deja caer los ojos alrededor de la casa. Entonces habrá que juntarlos, y esta es la tarea que acomete el poeta, como si se tratara de averiguárselas con su hijo, un hijo inquieto y travieso “que ha regado sus canicas por doquier”.
Verdad poética hay en esto, al vivir, nos vamos deshaciendo; algo de nosotros se despide para no volver, pero en ese momento es que aceptamos también el compromiso de hacer nuestro lo que nos dejan, nuestros padres, nuestros antepasados, es por eso que dice el autor: “…despierto,/ vuelvo a recibir la herencia”, que es una manera de decir que al empezar un nuevo día estamos aquí, nos hacemos nuevos; no nos hacemos viejos, recibimos una herencia, vuelve a ser el momento de la mano del padre, de la madre que nos llevan a la escuela, “y en cada paso, a nuevas escuelas”. Y llegamos al cenit del viaje, al punto más alto donde también la sombra se boceta. Ese punto que da fe al epígrafe de Rubén Bonifaz Nuño, “Para viajar a gusto, para morir como se debe, dejo la calavera en el tintero”, en la sección llamada “Lumbre en cálamo”, la más brillante o quizá deba decir la más intensa, en la que está también el poema que da título al libro: “Polvo de pabilos”. La cera se hace polvo y se convierte en un recuerdo o premonición del fuego antes y después, porque el pabilo no es lo que crea, sino lo que recrea, en su ardor, lo vivido a través de este viaje nostálgico, donde nos van quedando cicatrices, que son como conciencia en miniatura del recuerdo que va hundiendo en nuestro cuerpo, (cito): “en lo más profundo de su evocación incinerante”. Del viaje sale también como un “Recuerdo futuro”, del que brota la memoria para lo que vendrá, y es ahí donde guarda uno, por ejemplo, a los hijos.
La existencia renueva sus votos en una voz profunda, poéticamente poderosa, de Ricardo Muñoz Munguía. Con la paciencia del orfebre deja entre cada tramo los rastros del consuelo para los que vivimos, mientras “el cuerpo de la madre oscuridad abre sus brazos”. Por eso cuando atardece en el horizonte, cuando se oyen, en la cuarta sección así intitulada, los: “Rumores de la tumba”, podemos ser valientes para enfrentar asuntos tan otros, tan de salida, como el “cadáver de José”, al que se dice, más que el tradicional “ruega por él”, el objetivo y todo prudencial: “rueguen por él”. Entonces, sólo sabremos que “el amor duró poco”; la mirada permanece apacible: “es una perra amarrada al poste del deseo”…
La casa siempre fue “ese delirio de sueños y pasiones/ acomodada en la comarca del fuego divino”, pero a la vez construida con los cimientos que tiene que tener; con esto quiero decir, que no está al viento, está sobre roca firme, la piedra fría es la más caliente, como lo dice el epígrafe de Pito Pérez en la Tumba de su madre: “piedras frías que dan calor a mi alma”. Comprendemos entonces lo que es el poema. El poema es una casa y esa casa no es el tipo de poema que entiendan solamente los que comprenden tanto de poesía que ya no necesitan referentes, y no siempre salen bien librados del riesgo de andar en la metáfora pura, que es caerse. Precavido, sensato, el poeta Ricardo Muñoz Munguía, toca el fuego, sabe en qué consiste el misterio de la poesía, pero está preparado a resistirlo y nos lo da sabiamente a nosotros, con el valor de descubrir el incendio, sin quemarse o quemarnos, sin que haya muertos ni heridos para entendernos de una vez. Conforme nos movemos al final, gana terreno diferente humedad, en “donde la memoria gotea a la tierra, lo que le fue dado”, en el poema “Fosa Común”, asistimos al funeral de una mujer de la que no se dice si fue hermosa, pero su tipo de belleza es interior, que es todavía más bella, pulcra en medio de la noche en que es dejada en tierra con su cuerpo que ya vivió, hacia un nuevo cuerpo desconocido, impalpable aunque próximo, y es inolvidable ese momento poético en que Muñoz expresa: “Deja su alma desnuda/ y el desconcierto de familia/ si algún día la tuvo”.
Finalmente, “Realidad que sueño es”, un merecido canto en homenaje a Jaime Labastida, el poeta del centro del instante, del año, el centro de la espalda que uno le toca siempre a la realidad, es anclarnos en esa vocación de celebrar, fundirse en lo más claro que el destino nos da: el amor a la mujer. A la mujer que uno se ha ido un poco aprendiendo a diario en el ombligo de los días, a la que ha ido oyendo dentro de sí como una catarata, la que se sigue recorriendo entera hasta hacerla renacer entre la noche, en ese principio y fin de la vida, en que “la lengua intenta huir de la voz que la marchita, para fugarse hacia su cuerpo, hacia su desnudez, hacia su centro, hacia el amargo sabor”. Hacia esa fiesta donde la realidad se perpetúa, hasta caer los párpados que con su magia, nos separan del mundo.
Ricardo Muñoz Munguía, Polvo de pabilos, Diseño Mariana Alfaro Aguilar, K Editores, México




