Carlos García-Tort, in memoriam
El footballl me gusta porque yo le veo el lado positivo. Es decir, yo prefiero ver un partido de football que ver a leones devorando cristianos, que era un deporte antiguo tan multitudinario como el football. Pues se ha metamorfoseado en el foot. Es un deporte civilizado; bueno, a veces, los leones están en las tribunas y se devoran unos a otros. Como en Inglaterra. Uno creería que los británicos, tan flemáticos y bien comportados, como decía mi maestra de segundo de Primaria, iban a ver el football en traje de frac. Y no: son leones, o tigres, o halcones que se atacan unos a otros. Esto quiere decir que ya el football mismo no está sirviendo; y que todo parece indicar que estamos en una regresión. Porque el football libera violencia, es una catarsis: ésa es su función; pero ya no les basta. Todo parece indicar que en Inglaterra, en Argentina y otros lugares, prefieren ver devorar cristianos por leones. Por supuesto que esa actitudes incivilizadas no le quitan la belleza a este deporte que practiqué en mi infancia y adolescencia; forja carácter y un sentido de comunión pues el balompié es un deporte de conjunto. Por cierto hoy juega el equipo de mis amores el América la final contra el Pachuca y claro, ahí estaré en el estadio Azteca.
Ya que salió al tema el balompié y tengo una obsesión por los pies, además de lo minúsculo debo decir que el ciempiés es uno de los animales que más me gusta. Me maravillaba mirarlo, de niño. Y, aunque recibí el don de la palabra y de la escritura, tengo una limitación: que es que creo mucho, por lo mismo, en la palabra. Cuando decían ciempiés, yo pensé verdaderamente que un ciempiés tenía cien pies. Después me di cuenta de que había ciempiés de ochenta pies, de treinta pies, de ciento cuarenta pies. Esto, claro, me maravilló mucho más. A veces, he pensado que hay dioses y diosas, sobre todo diosas, que tuvieran cuarenta piernas. Esto implicaría que tendrían veinte vulvas; así que cada veinte días tendrías una mujer distinta. Durante veinte días, sería maravilloso. No sé si yo necesitaría veinte miembros; lo cual me encantaría, porque sería casi un orgasmo cósmico, celestial, deífico. De por sí con una vulva y un miembro se entra en contacto con el cosmos. Creo que se libera una energía, que no se sabe de dónde viene ni cómo se genera, y que va al cosmos. Y es donde uno sobrevive, es la manera de matar a la muerte: el amor. Entonces ahí estaríamos matando veinte veces a la muerte. A mí, a veces, me daban como vergüenza ajena las lombrices. Porque andaban por todos lados, encueradas, sin ningún recato. Entonces yo decía: si las lombrices andan desnudas, y son exhibicionistas, y se retuercen además muy eróticas, ¿por qué las mamás se enojan tanto porque uno se masturbe?
El hecho de que partieras una lombriz y las dos se siguieran moviendo me maravillaba; porque yo creí que las muertes, digo las lombrices, morían instantáneamente al ser cortadas. Y después me di cuenta de que eran como una amiba que se subdividía, y seguían viviendo ambas partes por su lado. Pero tengo entendido que, tiempo después, cada una de las partes fallece y esto me entristece mucho. Y lloro lágrimas pequeñitas por ellas.




