El sueño realizado de Witold Gombrowicz (cuarta parte)

Guillermo Samperio

14/06/2014 - 12:00 am

No asistió a ningún museo ni a ninguna catedral, tampoco hizo amistad con escritores franceses; prefería frecuentar los cafés, sin darle importancia a

estar solo o acompañado. Cuando un amigo lo obligó a ver el Louvre, a fin de mostrarle las maravillas que allí se encontraban, a media visita abandonó el famoso museo. Su acompañante le reclamó su conducta impropia, pero Gombrowicz respondió que “la nariz no está hecha para la tabaquera, sino la tabaquera para la nariz” y que, por la misma razón, no tenía por qué postrarse ante el arte con “a” mayúscula ni ante la cultura con “c” mayúscula.

         Alguna vez accedió a asistir a las fiestas que ofrecía la diplomacia polaca instalada en París. Por cortesía auto-impuesta no abandonó los festejos, pero sus observaciones siempre resultaron ácidas. En los discursos formales, sus compatriotas exaltaban a Chopin, a Mickiewicz o a Copérnico, mientras los franceses escuchaban con condescendencia. Ante tal chovinismo, la irritación de Gombrowicz se hizo mayúscula. En su Diario (1 y 2, Alianza Tres, Madrid, 1988), dice “Yo veía esa ceremonia como venida del infierno... Ellos, al exaltar a Mickiewicz, se humillaban a sí mismos y cuando glorificaban a Chopin demostraban que no eran dignos de él y deleitándose con su propia cultura dejaban al descubierto su barbarie... Por supuesto, no pretendo aseverar que no tengamos méritos, ni tampoco que no haya que revelarlos; me refiero a la forma en que se hace, que demuestra precisamente ese terrible complejo de inferioridad nuestro y nuestra falta de dignidad e incluso de sentido del humor”.

         Esta experiencia le revela que, bajo las formas de la superioridad, la madurez o lo grande, se agazapa la inferioridad, la inmadurez y lo bajo. Los grandes defectos culturales se esconden tras la forma de la diplomacia, la exaltación, el nacionalismo y la fatuidad. Gombrowicz prefería tratar las figuras nacionales con la soltura de la gente espiritualmente libre, con sobriedad y mesura, con palabras que abarcasen un horizonte universal y no provinciano. El problema de la Polonia de Gombrowicz estribaba en que no se sentía perteneciente a Europa —hoy en día aún no se aprueba que forme parte de la comunidad europea—. Los polacos se pensaban en la periferia y no dudaban en mirar hacia Francia, paradigma por antonomasia de lo europeo, con su afamada Ville Lumière. Entre las familias pudientes polacas, se consideraba de buen gusto hablar el francés como segunda lengua —el mismo Witold lo hablaba perfectamente—. Debido a ello, el ensalzamiento de los valores nacionales polacos se hacía cada vez más desmedido. Con el fin de ser aceptados, algunos de sus intelectuales subían de tono el panegírico, mostrándose cada vez más provincianos y más distantes de lo europeo.

         Estos mecanismos vislumbrados por Gombrowicz le forjaron un carácter difícil, reactivo, ácido; se movía en la multiplicidad y el eclecticismo, sin tener un centro o, por el contrario, disponiendo de varios centros. Se mostraba tonto ante quien exhibía inteligencia, aristócrata ante las pretensiones de un burgués —en Argentina pasaba por conde—, filosófico ante un artista presuntuoso proveniente del proletariado; lo mismo vestía fachoso para asistir a las reuniones de sociedad en Buenos Aires que despreciaba a las mujeres bellas que presumían de sus primores. Se oponía sistemáticamente a cualquier forma de superioridad impuesta: tal conducta le condujo al aislamiento, al rechazo y a un inevitable exilio interior mientras estuvo en Polonia.

Guillermo Samperio

Lo dice el reportero