¡Viva México, cabrones! O mejor aún: ¡Viva México, hijos de la Chingada! Así, con mayúscula progenitora, por respeto a los aludidos y a los amables lectores.
¿Qué significa esto? ¿Por qué lo gritamos y luego sentimos muy bonito?
Nuestra nación surgió en un contexto casi imposible. Es un milagro que seamos, que existamos, luego de los afanes internacionales que quisieron saciar su apetito y su ambición indecentes con un proyecto de país, de cultura y de gente que luchaba por nacer. Aprestar el acero y el bridón, estar pendientes del grito de guerra, alistarse para repeler a cualquier extraño enemigo…, todo tenía urgente sentido en el siglo XIX. ¿Pero ahora?
Sin duda, es indispensable cultivar valores que eduquen sobre la importancia de lo mexicano, de lo nuestro, de un pueblo único, de un territorio mágico. Pero, ¿por qué hacerlo propalando una falacia, la de que somos mejores que ningún otro país? Además, ¿por qué fundar esta falsedad en un sentimiento: el de la agresión? Y sobre todo, ¿cómo es posible que esto se repita de la misma manera en tantos países? Cuando todos gritan que son (indiscutiblemente) los mejores, tenemos evidencias suficientes de que esto no puede tener sentido.
El patrioterismo se basa en el sentimiento, negativo y rechazable, de creerse mejor que los demás por ser el incuestionable dominador, de considerar a la nación propia como excepcional sobre todas las demás (la preposición es clave; esta excepcionalidad podría ser junto a todas las demás). Quien siente a su nación como la más chingona genera necesariamente antagonismo y miedo a su alrededor. Cada que los EU flexionan músculo de esta manera, lo que sucede todo el tiempo, al mundo se le enchina el cuero y se le encoge el alma. Entonces, ¿por qué queremos emular lo que solo el más abusivo puede: dominar? ¿La única alternativa a ser dominado es la de ser dominador? Esto parece ser la enseñanza del patrioterismo. Aprendizaje ridículo y peligroso.
¿Existen alternativas para estos valores, producto de un atavismo trasnochado? Quizá sí. ¿Que enseñen a apreciar lo que somos y lo que podríamos ser, pero de una forma que no sea violenta? Ojalá. Porque si no las hay, tenemos que inventarlas.
A la falsedad de la nación separada, preponderante en todos los sentidos y suprema en todos los aspectos, podemos recurrir a valores más relevantes para nuestros tiempos, como la interdependencia y la cooperación. No son conceptos fáciles de enseñar ni muy apreciados en el ámbito machista del sentimentalismo patriotero, pero tienen la virtud de ser urgentes para la supervivencia armónica.
En la educación y en las escuelas, razones de ser de este espacio, ¿cómo se puede enseñar y aprender la interdependencia y la cooperación, en lugar del dominio? Parece que el enfoque tradicional para promover valores patrios, el de la enseñanza de la historia como una sucesión gloriosa de guerras y hechos de sangre, en la que pueden ser héroes simultáneos quienes hicieron todo lo posible por asesinarse mutuamente, no tiene muchas posibilidades. Una salida innovadora y creativa es partir del enfoque ecológico.
Si se promueven los aprendizajes acerca del valor intrínseco del ambiente y la naturaleza, no se puede más que apreciar el lugar en el que se vive. Y ver, como evidente, que dicho lugar incluye indisolublemente a gente y a su cultura. Del aprendizaje sobre lo inanimado (desde la física, la química y las matemáticas) a lo viviente (desde la biología) y de allí a lo cultural (desde las ciencias sociales y las humanidades). Apreciar el lugar en donde uno vive, comprenderlo bien en sus múltiples facetas, necesariamente lleva a valorar los lugares en donde viven otras personas; es imposible no darse cuenta de que la discontinuidad es un producto mental. La excepcionalidad es horizontal y no vertical. Este enfoque del currículo, con énfasis en la conexión entre todas las asignaturas, y entre la escuela y la vida, sería coherente con la interdependencia y la cooperación como valores patrios y apuntaría a más, a un cosmopolitismo pacífico.
Este aprendizaje, el descubrimiento de que toda frontera es al mismo tiempo un vínculo, no es trivial. Implica una transición de la miopía nacionalista de un nosotros acotado y violento a una visión panorámica de un nosotros solidario, ampliado, diverso. El orgullo de ser mexicana no puede, no debe, estar peleado con el orgullo de ser de cualquier otra nacionalidad. El aprendizaje de la interrelación genera balance y armonía.
Esta transformación —del patrioterismo que ensalza su propio ombligo al patriotismo incluyente y solidario, que no es más que el otro lado de un cosmopolitismo ecológico, de una ciudadanía mundial— solo se puede lograr mediante el cultivo del pensamiento crítico. Solo así es posible reemplazar el sentimiento intelectualmente ciego y arrobador por la nación con el amor profundo y reflexivo por el planeta y la humanidad, en todas sus manifestaciones locales, variadas, únicas e irrepetibles.
Quizá llegó el momento de entonar, a coro internacional y armónico, un canto de paz y no un grito de guerra.




