
I
El mundo atraviesa
por un terreno baldío:
el sello de su precipitación.
Los días
como una lluvia
que no cesa,
se disipan;
y sus números y nombres
en el Calendario del destino
se pronuncian: el orden
en el salón de clase
para decir: presente,
aquí,
al desconocer el azar.
II
Una oración de la infancia
se sembró en el inconsciente
y ataja los dramas.
La dulce compañía
de una perene fe
en los estragos
de la nada.
En esa entrañable existencia
la soledad reconoce
el fuego de la comunión:
la paradoja del Yo
que se olvida de sí mismo
y se extingue
en su demolición corporal.
III
Desde la azotea
hasta el parque
donde las bancas permanecen vacías
se percibe la ausencia.
Algo sucede;
las plagas de celulares
horadan el horizonte.
No tenemos idea
de lo que hemos perdido;
ya no hay manera de saberlo,
resta esta presunción
que habita aún en nuestros quehaceres.
IV
El correr de los ríos,
la insaciable sed del mar;
aún tenemos el tiempo
para reponer ese ritmo,
que aprendimos al despertar
bajo los árboles,
y al caminar entre la neblina
para llegar a casa,
y tocar su puerta
y saber que alguien nos abrirá.
La necesaria arquitectura
de compartir
que diseña y edifica
el hogar.
V
Afuera,
la mudanza sin rumbo;
la hoguera que se extingue.
Rendija: Los insultos envenenan la atmosfera social; contaminan la misma imaginación. Los tiempos presentes requieren de una magnanimidad a toda prueba de gobernantes y gobernados. Está en juego el destino del país: la Casa de la Nación que todavía nombramos México (el ombligo de la luna; la fertilidad de los cielos en la tierra), que vislumbraban los antiguos.





