
Pintura: Tomás Calvillo Unna
I
La histeria enraizada es aturdimiento.
Estamos en el tercer tiempo,
entenderlo es un instinto de sobrevivencia.
El azoro, día a día, se acumula.
La desproporción somete la ambigua normalidad.
La máquina es ya una palabra caduca.
Perdemos la integridad de las palabras;
se evaporan.
Las arenas movedizas del día a día,
impiden el camino de la consistencia;
algo sabemos de este trance
del abandono.
II
Los poros del universo
están a la vuelta de la esquina,
aquí;
en los pasillos de nuestros pasos;
en los techos y paredes
de los alguna vez nombrados: hogares.
Una nomenclatura
que extravió sus significados.
La ausencia,
es el sustantivo que impera.
La morfología de la desaparición
se convirtió en un hábito,
su pretensión de ocultamiento
se frustró desde el primer momento
que las imágenes se propusieron
(y lo lograron a medias)
representarnos,
y ahora hemos perdido
el destino de nuestros nombres.
III
Somos esta multitud imparable
que abrumada consume
sus segundos de existencia.
Estamos a la deriva,
lo sabemos y lo callamos.
Ya nadie está a cargo del rumbo de la nave.
Todos somos capitanes y pasajeros;
al menos eso creemos.
Al saber bajar las escaleras
inicia el camino.
El subirlas, nos mareó
y solo encontramos precipicios.
IV
Las palabras vacían su contenido
y deambulan.
Las noticias estrujan su competencia
y asumen una narración
cada día más incoherente.
El silencio del olvido
y las heridas de sus huellas.
V
El pájaro picotea el reflejo del cielo
en el agua estancada;
cuantos espejos intercalan la visión,
nos encuadran e impiden ver…
El canto y graznido de las aves,
como las cigarras nocturnas
aún sostienen
ese primer llamado de atención,
que advierte
de la imperiosa necesidad de despertar.
Las aves y las cigarras interpretan el anochecer;
no faltan a la cita de las montañas
anuncian el arribo nocturno de los sortilegios.
Rendija:
Somos migrantes en el universo, la humanidad es la encarnación de una migración en la inmensidad del cosmos, el tiempo y el espacio son el país de su deambular.
La debilidad de los organismos internacionales y los estados nacionales, ante una globalización sostenida en la tecnología de los poderosos corporativos de la digitalización, y la aparición de los egomaniacos del poder en la cima de millones de insaciables consumidores de información e imágenes, son ya el tsunami de quien sabe qué: la era de la confusión mitotecnológica: diosas y dioses del hastío de un espectáculo sin fin, en su vana pretensión de poseer lo único que tienen y no les pertenece: la vida.





