Noche y flor

Guillermo Samperio

12/07/2014 - 12:00 am

Aquí no ha nacido nadie

con una estrella en la frente.

Violeta Parra

El poeta Gabriel Magaña dice “nunca se recuerda/  la primera vez que/ se hizo de noche” y yo podría concluir en que la primera noche no fue testimoniada por homo non sapiens alguno. De pronto, la Tierra empezó su primer giro de traslación y comenzó a gestarse la primera noche en el silencio más absoluto, mientras el planeta hervía de minerales incendiados y explosiones inmemorables. La autonombrada gente ve la noche como algo común y corriente; no faltará a quien le gustaría que un día anocheciera de color verde oscuro o morada simplemente. Es como si dijeran esta película ya la vi un montón de veces.

Pero los versos de Magaña señalan también que al no recordar que hubo una primera noche se niega la posibilidad de la maravilla, del asombro, pero en especial que la noche nos es otorgada. No tenemos que ir hacia ella, no tenemos que crearla; viene a nosotros y nosotros vamos con los ojos gachos sin percatarnos del regalo ni de los billones de noches que han pasado para que esta de hoy venga, discreta, a expandirse para borrar el cielo azul y traer la trasparencia que nos permite ver el culo del universo. Esto me lleva a suponer que lo que creemos transparente, como el cielo nítido del mediodía, no es más que opacidad, la imposibilidad de ver más allá de las nubes, sólo para concentrarnos en el quehacer, en la caja opaca del trabajo.

Pero decir “nunca se recuerda/  la primera vez que/ se hizo de noche” me lleva a la primera vez que en mi vida se hizo de noche y la miré. Confieso que no la recuerdo como a la mayoría le habrá sucedido, lo cual me confirma como homo non sapiens, pues se me hizo tan común que anocheciera que la maravilla se me fue mellando, incluso la curiosidad de todo lo que debe suceder en la Vía Láctea entre los diversos sistemas de planetas y estrellas, los vínculos complejísimos, indescriptibles para siempre, con otras galaxias y nebulosas y éstas con otras y de éstas con otras y así hasta el infinito que nunca acaba, para que un día agonice un atardecer en la Tierra y nazca una noche. Tal vez creemos que es como subir y bajar el interruptor del foco de cien watts del cual, por cierto, tampoco conocemos la complejidad que le precede para subir o bajar el dedo. Lo hacemos en un acto de fe profundo, pues se nos muestra como misterio cómo llega la luz a esta habitación.

Sucede algo semejante con el siguiente verso de Gabriel Magaña: “habló la flor/ hasta décadas más tarde/ caí en la cuenta”. Paso al puesto de flores, las miro, elijo una docena, le ponen su papel celofán y su moño y salgo volando para llevárselas a mi amada. Pero para elegir las flores, todas las que escruté tuvieron que hablarme para decidirme por las que ya me están envolviendo. Pero no sólo habló su forma y su color, sino también sus pétalos, el estambre, el estigma, el estilo, el ovario, la antena, el filamento, etcétera, y su historia (¿cuántas décadas?); un lenguaje en rigor complejo que leemos de un vistazo, pero sin asombro.

Quizá el poeta abrió un libro viejo, comenzó a leerlo y, de pronto, saltó la flor entre las páginas 80 y 81 y las décadas se le vinieron encima de súbito, las décadas de significados que se acumularon y que en ese momento hablaron. Quizá treinta años atrás la recibió como quien le daba un cigarro y poco a poco la flor se fue volviendo ceniza y quedó hecha colilla aplastada en el cenicero del tiempo. Cuántas flores le sucedieron a la que tenía en la mano. Cuántos insectos polinizaron las plantas una década atrás para que ese día, entre la 80 y la 81, la flor hablara. Por cierto, las flores también nos fueron otorgadas y se nos olvida.

Guillermo Samperio

Lo dice el reportero