Respecto de los juegos de azar, como tenía el buen ejemplo de mi padre (que a la larga fue una maldición) siendo pre-adolescente ya jugaba canasta sumamente bien, pues también tenía el ejemplo materno pero mi madre no apostaba más que frijolitos y, en algunas ocasiones, mis amigos ya no quería jugar conmigo pues en tanto los apaleaba con facilidad.
Esa habilidad que logré en la canasta la tuve también en el póker y empecé a jugar por dinero allá en la colonia Clavería y logré también obtener una gran habilidad en cualquier tipo de póker; así que muchas veces ya no necesitaba de trabajos eventuales pues el juego de naipes me proporcionaba ganancias interesantes, ya que empecé a jugar con los muchachos grandes de la colonia. De esta manera, cuando entré a trabajar al Instituto Mexicano del Petróleo (IMP) y teniendo un buen salario en mis manos comencé a entrar en círculos de jugadores donde se apostaba más fuerte: mi suerte y mi habilidad siguieron facilitándome ganar un buen dinero extra. Ya por ahí de los veinte años durante una larga noche, casi hasta el amanecer hubo una jugada donde gané varios miles de pesos (lo que nunca había ganado).
Del lugar donde estábamos jugando pasé a mi casa a darme un regaderazo y luego me fui al IMP; me sentía muy apaleado pues ya que no sólo era la noche el desvelo, sino la tensión que genera el póker. Así que decidí ir al servicio médico del IMP, ahí me recibió la doctora en jefe cuyo apellido no recuerdo pero por ser muy complicado supongo que era un apellido judío. En no pocas ocasiones había tenido varias conversaciones con ella, una mujer muy inteligente, buena lectora, culta y yo notaba que a ella le gustaba platicar conmigo aunque yo anduviera vestido y con todo el aspecto de hippie y me había aconsejado en varias ocasiones sumamente bien y yo le tenía confianza. En realidad mi visita a la doctora tenía el fine de que me diera el día para irme a dormir a la casa. Si bien terminó dándome el justificante médico, durante la conversación que tuvimos ella me convenció de que era el momento de retirarme del juego; según ella había yo heredado la enfermedad del juego que había atenazado a mi padre, quien había fallecido de cáncer dos años antes (en 1966) y quien, antes de entrar en estado de coma debido a un severo cáncer en la vesícula me dijo: “Es mejor que ya me vaya, pues estoy tan enredado en la vida que ya no salí cómo salí del laberinto”.
Así que me fui a mi casa, me dormí un buen número de horas y, siguiendo el consejo de la doctora de extraño apellido, me fui a comprar ropa, zapatos, un equipo de sonido que hacía falta en la casa y aunque me había sugerido que aparte de renovar mi guardarropa, guardara en el banco lo demás, todavía compré una serie completa de billetes de lotería, la cual me dio a ganar una buena cantidad de dinero, (la suerte seguía conmigo), compré otra serie completa y perdí. Todo el dinero que reuní, entre la última jugada de póker (por cierto que esa noche gané una esclava de oro y preferí venderla que quedármela pues me gusta más la plata que el pedante oro) lo metí al banco y ahí me fue dando intereses. Llegó el fin de año y conducido por mi tío Pablo Samperio, el hermano menor de mi papá (que fue el único que se acercó a nosotros), fuimos a la Asociación de músicos y compositores; ahí nos dieron un dinero para tener parte del enganche para un departamento en la unidad Cuitláhuac y la otra parte de dinero para completar el enganche salió del ahorro del juego y de mi aguinaldo. De esta manera empezamos a vivir en la unidad Cuitláhuac, Edificio 83, departamento 103, manzana 3. Una tercia de tabiques.




