El vecino del departamento de enfrente, cuyo nombre nunca me aprendí, se me volvió un misterio a los pocos días de haberme cambiado a ese edificio de los años cuarenta. Me saludaba cordial por mi nombre. Nos topábamos a menudo saliendo ambos o uno entrando y otro de salida. Un hombre calvo de no mucha edad, pero no puedo confiar en mis cálculos pues a menudo me equivoco, para bien o para mal. Nunca lo vi de traje en los diez años; usaba chamarras amplias y pantalones de algodón claros. Cargaba a veces una mochila que podía ser de deportes. De ser delgado y alto, lo era.
Yo trabajaba todo el día en mi casa-oficina o viajando para dar cursos de literatura. Era obvio que el vecino no trabajaba. Nunca mantuve una conversación detenida con él. Algo me inducía a no preguntarle nada. Supuse primero que ya estaba jubilado. Supe que era dueño de su departamento porque tenía derecho a asistir a las juntas de los propietarios condóminos.
No puedo afirmar que fuera una persona honorable pues no tengo los datos para afirmarlo. Es más, una de mis suposiciones era que había hecho un fraude, un robo considerable, o que había narcotraficado. Una vez con una suma suficiente, se retiró de todo, compró su departamento y un Volkswagen de colección, blanco y descapotable, que mantenía en buen estado. Pensé que era divorciado, pero no vi que lo visitaran hijos ni mujeres de tipo maternal. Incluso, ningún familiar vi que tocara a su puerta. Sólo en una ocasión lo vi entrar con una mujer en su departamento, y música como la de los Rolling Stones o de Chicago retumbaba hasta mi departamento.
En fin, durante esos diez años siempre tenía yo alguna duda, alguna suposición. Una vez, lo vi salir con camisa de franela a cuadros naranjas y amarillos y sombrero tejano color miel. Tal vez iba a alguna exposición de caballos o de toros cebúes, donde habría competencias. Lo que era seguro es que el vecino no concursaría ni compraría animal alguno.
Seguido nos hacíamos invitaciones para tomar un café en su casa o en la mía, pero ambos sabíamos que nunca lo íbamos a hacer. Le regalé un libro de cuentos escritos por mí, mas nunca me dio una opinión. Lo que más me llamaba la atención eran sus manos, llenas de vellos y siempre cargando o moviendo algo. Eran demasiado grandes, como de basquetbolista.
Una noche que llegaba yo de madrugada, alcancé a verlo entrar a su departamento y sólo pude ver un trozo de chamarra verdosa antes de cerrarse la puerta. Yo tardé en abrir mi puerta, mirando la suya, idéntica a la mía. Ahí me vino una gran ternura por el hombre y de alguna manera compasión por mí mismo. Al menos él sabía que yo era escritor.
Al día siguiente, cerca del medio día, por cierto medio neblinoso, el conserje me preguntó que si me había enterado de lo que había sucedido, pero no le pregunté nada. Lo sabía. Al regresar de mis compras, vi entrar a un grupo de gente al departamento del vecino y salir cargando una camilla. Un viejo carcamán acariciaba la parte de la sábana azul que cubría la cara que podía ser del vecino o de alguna de las mujeres que lo visitaban.
Entré a mi casa, dejé las bolsas a un lado y me puse a llorar muy fuerte. Más por mí que por quien iba en la camilla. Nunca me había dolido tanto el alma.




