Jorge Javier Romero Vadillo

El humo invisible del Estado

"La alternativa está ahí, pero la inercia prohibicionista hace que los políticos sigan sin verla: una política de salud pública que se tome en serio la reducción de daños y la información veraz. Que asuma que el consumo existe y existirá, y que la función del Estado no es fingir que lo erradica o lo castiga, sino hacer que sus consecuencias sean menos letales. Pero en lugar de eso, se opta por la prohibición torpe y moralista".

Jorge Javier Romero Vadillo

30/10/2025 - 12:01 am

Humo invisible del Estado
Una mujer compra cigarros en la calle. Foto: Edgar Negrete Lira, Cuartoscuro

La mañana del lunes fui invitado a comentar el estudio La lógica de la comercialización de los cigarrillos ilegales y semilegales en México, coordinado por Sergio Aguayo y realizado por Manuel Pérez Aguirre y Roberto Roldán para el Seminario sobre Violencia y Paz de El Colegio de México. Lo que sigue recoge, en líneas generales, mis observaciones en aquella presentación, con algunos énfasis añadidos que entonces no desarrollé del todo. 

En un panorama académico donde las zonas grises suelen ignorarse o adornarse, este estudio destaca por su rigor y pertinencia. No hay pánico moral, tampoco fe ciega en el marco legal. Hay, en cambio, una mirada lúcida sobre un fenómeno complejo: el mercado del tabaco ilegal y semilegal en México, esa constelación de actores, marcas, redes de distribución y vacíos normativos donde lo ilegal no se oculta: se tolera, se organiza, circula.

Uno de los grandes méritos del estudio es abandonar la fantasía de que la ilegalidad es clandestina. Aquí, lo ilegal se exhibe: marcas sin registro que incluyen advertencias sanitarias; etiquetas fiscales falsas pero convincentes; empaques que simulan pertenecer a cadenas formales. No son productos improvisados, sino diseñados con inteligencia comercial y precisión criminal. No se venden en esquinas oscuras: circulan en tienditas, en mercados públicos, en la economía cotidiana. Y su cadena de distribución incluye a empresas con razón social, domicilio fiscal, notario, contador. 

Pero más allá del diagnóstico sólido que ofrece el estudio —que basta por sí mismo para justificar su valor— hay al menos dos aspectos que, a mi juicio, merecen ser destacados con mayor claridad. No porque el estudio los omita, sino porque los toca de manera lateral, sin llevarlos al centro del debate.

El primero tiene que ver con una confusión frecuente en la discusión pública sobre este tema: que el principal problema del tabaco ilegal sea la pérdida recaudatoria para el Estado. El estudio lo menciona, como es lógico, y cuantifica su dimensión. Pero desde mi lectura, ese no es el núcleo del problema. Esa merma fiscal —aunque significativa— ya está, en cierto modo, asumida desde el diseño mismo del impuesto especial al tabaco (IEPS). Se sabe que habrá fuga. No es deseable, pero tampoco es sorpresiva. Lo verdaderamente alarmante está en otra parte: en el hecho de que un impuesto concebido como herramienta de salud pública, al elevar artificialmente el precio del cigarro legal, termina desplazando al consumidor hacia un mercado donde el riesgo sanitario es mayor y el Estado no tiene ninguna capacidad de regulación (y no es que tenga mucha capacidad regulatoria eficaz en los mercados formales). 

El segundo punto es incluso más relevante, aunque menos discutido: el mercado del tabaco ilegal en México no es violento. O al menos, no en el sentido en que lo son otros mercados ilícitos, como el de drogas ilegales. Y no lo es por una razón elemental: no se le persigue. Opera en un régimen de tolerancia institucional que no requiere armas ni ejércitos para sostenerse. No hay necesidad de disputas territoriales sangrientas ni de demostraciones de fuerza. El Estado, en este caso, no se enfrenta: se ausenta. O se deja capturar.

Por eso, las redes que trafican tabaco no reproducen los patrones de violencia que vemos en otros rubros de la economía criminal. No necesitan controlar comunidades enteras, corromper mandos militares o reclutar adolescentes con fusiles. Usan, en cambio, la infraestructura ya existente: las rutas, los contactos, las redes de distribución que también sirven para drogas, armas, personas. Pero sin el costo de la confrontación, sin el precio de la guerra.

La ausencia de violencia no es un síntoma de salud institucional: es un signo de permisividad selectiva. El Estado no reprime este mercado porque no lo considera amenazante. Lo tolera porque lo conoce, porque participa, porque lo trivializa. La ilegalidad, aquí, no genera alarma. Genera ingresos para algunos e indiferencia para otros. 

El estudio es preciso y sin grandilocuencias. Recolecta evidencia, la ordena, la contrasta. Entrevistas, trabajo de campo, análisis normativo: lo necesario, sin sobrecarga. No cae en moralismos ni hace malabares estadísticos. Retrata un mercado que funciona, que se organiza con reglas propias y obtiene ganancias altas con riesgos bajos. Se acomoda en los pliegues del Estado, se alimenta de su inercia, se mueve con soltura en las contrahechuras del Estado y las aprovecha. 

Y aunque el diagnóstico fiscal es correcto —el aumento del IEPS ha reducido el consumo legal, especialmente entre jóvenes y personas de bajos ingresos— también queda claro que ese mismo diseño ha incentivado la expansión del mercado gris. Un mercado que simula legalidad y que opera con la complicidad de vacíos normativos, trámites ineficientes y sanciones ridículas. No se trata de desmontar el impuesto. Se trata de entender sus límites. La fiscalidad, sin trazabilidad real ni alternativas de menor daño, sin Norma Oficial Mexicana para el tabaco legal,  se ha convertido en un incentivo perverso. Si el Estado no ofrece mecanismos para controlar lo que circula, ni opciones reguladas para quienes no dejarán de consumir, su política de salud se convierte en ficción moral. 

La alternativa está ahí, pero la inercia prohibicionista hace que los políticos sigan sin verla: una política de salud pública que se tome en serio la reducción de daños y la información veraz. Que asuma que el consumo existe y existirá, y que la función del Estado no es fingir que lo erradica o lo castiga, sino hacer que sus consecuencias sean menos letales. Pero en lugar de eso, se opta por la prohibición torpe y moralista. 

El caso de los vapeadores es especialmente revelador. En lugar de regular su uso y control sanitario, se veta su comercialización, se criminaliza su posesión y se alimenta todavía más a un mercado negro sin reglas. En nombre de la salud pública se prohíbe el instrumento, no el daño. Y se ignora que en países como el Reino Unido estos dispositivos se han incorporado como estrategia explícita para reducir el consumo de cigarro convencional, con evidencia de que funcionan mejor que otras terapias sustitutivas. Allá se distribuyen en hospitales; aquí se decomisan en tianguis. El resultado es el mismo de siempre: un Estado que prefiere prohibir antes que entender, castigar antes que acompañar. Una política pública de gestos simbólicos y eficacia nula.

Jorge Javier Romero Vadillo

Jorge Javier Romero Vadillo

Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

Lo dice el reportero