
Lo que ocurre hoy con la prensa en México no es una suma de casos aislados, ni errores administrativos, ni excesos corregibles. Es una escalada. Y como toda escalada, marca un punto de no retorno si no se detiene a tiempo. Las imputaciones penales contra periodistas como Rodolfo Ruiz, director de E-Consulta en Puebla, y Rafael León Segovia, conocido como Lafita León en Coatzacoalcos, configuran un nuevo y peligroso capítulo en la criminalización del periodismo.
En ambos casos, el mensaje es que investigar, publicar o narrar la violencia puede convertir al periodista en criminal ante los ojos del Estado. A Ruiz se le acusa de delitos de operaciones con recursos de procedencia ilícita; a León Segovia, de delincuencia organizada y terrorismo. No se trata de faltas administrativas ni de controversias civiles. Se trata de los delitos más graves del sistema penal, aquellos diseñados para perseguir a las estructuras criminales más complejas. Usarlos contra periodistas es una forma de castigo ejemplar.
A Rodolfo Ruiz lo han acosado judicialmente desde el Gobierno de Luis Miguel Barbosa, y el actual mandatario poblano, Alejandro Armenta, lo ha señalado públicamente como “canalla” y “mentiroso”. Es claro el uso del aparato penal para amedrentarlo. En el caso de Rafael León, sus coberturas en materia de seguridad resultan incómodas para las fuerzas de seguridad, grupos criminales y la Fiscalía de Veracruz.
Este salto cualitativo en el uso del derecho penal debe encender todas las alertas. No sólo por la gravedad de los cargos, sino por el precedente que sienta. Cuando el periodismo se equipara jurídicamente con el crimen organizado, el Estado cruza una línea peligrosa. Estamos siendo testigos del uso del poder punitivo para silenciar, intimidar y disciplinar a quienes informan sobre asuntos de interés público.
Artículo 19 ha documentado el crecimiento del acoso judicial contra la prensa. Demandas civiles, carpetas de investigación, medidas cautelares abusivas, uso faccioso de figuras como la violencia política en razón de género o la difamación encubierta. Pero lo que hoy vemos va más allá.
Estos casos ocurren en contextos de alta violencia, captura institucional y connivencia entre autoridades y redes criminales. En Puebla, las investigaciones periodísticas de Rodolfo Ruiz han incomodado a actores políticos locales, incluido el Gobernador y a fiscales presuntamente implicados en redes de extorsión. En Coatzacoalcos, ejercer la nota roja implica narrar el horror cotidiano que muchos prefieren ocultar. Al momento de publicarse estás líneas Rafael León se encuentra en prisión preventiva. En ambos escenarios, el poder parece haber encontrado una vía expedita, no para refutar la información, sino anular al mensajero
Esta estrategia no busca justicia, busca miedo. Porque, aunque los procesos no lleguen a sentencia, el castigo ya está en marcha: detenciones, estigmatización pública, desgaste económico, aislamiento social y un mensaje inequívoco al resto del gremio. La pregunta implícita es clara: “¿quieres ser el siguiente?”.
Lo más preocupante es que estas acciones se insertan en un contexto más amplio de regresión democrática. Reformas que capturan al Poder Judicial y debilitan el amparo, ampliación de la prisión preventiva oficiosa, vigilancia masiva y una narrativa oficial que insiste en que México vive “la mayor libertad de expresión de su historia”, mientras los periodistas enfrentan juzgados, fiscalías y, ahora, cárcel.
La criminalización de la prensa tiene efectos devastadores. No sólo vulnera derechos individuales; erosiona el derecho colectivo a la información. En zonas donde el silencio ya es impuesto por el crimen organizado, que sea el Estado quien profundice ese silencio es una traición a su función más básica de proteger a quienes ejercen derechos.
Además, estos casos colocan a México en una posición insostenible frente a la comunidad internacional. En un país que ya es uno de los más peligrosos para ejercer el periodismo, acusar a reporteros de lavado de dinero, terrorismo y delincuencia organizada no puede leerse sino como una señal de autoritarismo en expansión.
Resulta llamativo, por decir lo menos, que sean las mismas imputaciones que usa Bukele en El Salvador para perseguir a periodistas críticos.
Por eso, esta escalada debe ser denunciada con contundencia. A nivel nacional, para exigir a fiscalías y jueces que actúen conforme a derecho y no como brazos ejecutores de venganzas políticas. Y a nivel internacional, porque cuando el Estado persigue a periodistas como criminales, la observación externa se convierte en una necesidad apremiante.
Criminalizar a la prensa traerá más silencio, más miedo y más impunidad. Y cuando el periodismo es tratado como enemigo interno, lo que está en riesgo no es un gremio: es la democracia misma.





