
Pasada la Nochebuena, cuando el olor a pino y a ponche de frutas aún se cuelan por las ventanas de la ciudad y miramos con más nostalgia que entusiasmo el arbolito con sus luces y sus esferas, un viejo ritual de paciencia vuelve a mi memoria. Hablo de aquellas series de foquitos navideños de antaño, hoy casi en desuso, que tenían una particularidad técnica con profundas implicaciones sociales: estaban conectadas en serie. El mecanismo era tan simple como implacable. Si un solo foquito se fundía, o si apenas se falseaba en su base de plástico quebradizo, toda la guirnalda se apagaba. No había medias tintas; era la fiesta total o la oscuridad absoluta.
Era un sistema de una solidaridad técnica forzosa que hoy, entre tanta modernidad, parece una lección de vida. Para que el árbol brillara en la sala, todos los focos debían estar sanos y en su sitio. Cuando la serie se apagaba de pronto, justo antes de la cena, no quedaba más remedio que armarse de valor y sentarse en el suelo a probar uno por uno hasta encontrar el eslabón roto.
Primero, me acuerdo como si acabara de hacerlo, se recorría el cable centímetro a centímetro, apretando cristales y buscando el filamento quemado. Había que probar foco por foco. Una vez detectada y sustituida la bombilla culpable, la luz volvía mágicamente para todos. El éxito de uno era, por necesidad, la alegría del conjunto.
Esa vieja tecnología es la metáfora perfecta de lo que solía ser la vida de barrio en las zonas de clase media de nuestra Ciudad de México. Me refiero a colonias emblemáticas como la Del Valle, que hoy tomamos como ejemplo, pero también a la Cuauhtémoc, la Nápoles, la Florida o San Pedro de los Pinos.
Durante décadas, el vecindario funcionó precisamente así: en serie. Había una interdependencia que no estaba escrita en ningún reglamento, sino en el código no verbal de la acera y en el saludo matutino. Si a un vecino le iba mal, el circuito comunitario lo resentía. Nos obligábamos a estar atentos al de al lado porque entendíamos que, si un foco se apagaba, la calle entera corría el riesgo de quedarse a oscuras en plena Navidad.
Hoy, sin embargo, la modernidad nos ha impuesto la lógica eficiente pero gélida de los foquitos LED. En estas nuevas series de una blancura quirúrgica, si un foco se funde, a los demás no les importa un rábano. Siguen brillando con su propia luz individual, indiferentes al hueco oscuro que dejó el de junto. Hemos pasado de la solidaridad del circuito en serie al individualismo del circuito independiente, y ese cambio se nota especialmente en la actual vida en condominio que predomina en nuestras colonias.
El condominio moderno, tan presente en la Del Valle, es una paradoja cruel: nos obliga a compartir paredes, techos y cimientos, pero nos separa mediante muros de indiferencia. Aquella fisonomía de casas con jardines abiertos y rejas con barrotes ha sido desplazada por búnkeres verticales con nombres en inglés y casetas de vigilancia que parecen aduanas.
En este nuevo urbanismo de departamentos “Smart” el circuito se ha roto. El habitante del 402 no tiene idea de quién vive en el 401; no sabe si su vecino tiene agua para el ponche o si la nueva torre de veinte pisos que levantan a espaldas de su edificio le ha robado el sol y la tranquilidad.
Esta atomización social es el regalo perfecto para los desarrolladores inmobiliarios depredadores y los políticos que firman permisos bajo la mesa. Saben que en el aislamiento condominal la indignación es un recurso escaso y fragmentado. Saben que pueden "fundir" a un vecino o secuestrar un parque público sin que el resto del barrio parpadee, porque ya no hay quien se siente a revisar la serie para ver dónde está la falla que nos afecta a todos. Preferimos ignorar el apagón ajeno mientras nuestro propio foco LED siga encendido en el balcón.
Incluso los comercios que daban calor al barrio están desapareciendo en favor de franquicias impersonales. El café donde todos están conectados a sus pantallas, pero desconectados de quien tienen sentado a medio metro, ha sustituido a la vieja lonchería donde se compartían los deseos de fin de año y se regalaban calendarios a los clientes asiduos. El circuito está más tecnificado que nunca, pero la luz que emite es fría y no alcanza para calentar el espíritu de comunidad que tanto pregonan los anuncios navideños.
Estos días decembrinos, mientras observamos las luces que adornan nuestras ventanas en esas colonias que alguna vez fueron una gran familia, valdría la pena preguntarnos qué tipo de energía estamos alimentando. La comodidad del aislamiento tiene un costo social altísimo: la vulnerabilidad absoluta frente al abuso. Una colonia donde a nadie le importa el de al lado es una colonia que, en términos reales, ya se apagó, aunque tenga diez mil luces relucientes en su fachada.
Quizá este Año Nuevo, entre el brindis y los abrazos, sea buen momento para añorar un poco aquella vieja tecnología de los foquitos caprichosos. Aquella que nos obligaba a reconocer que el bienestar del vecino es el único fusible que mantiene encendida nuestra propia luz. Si algo nos enseñaron los héroes de barrio que ya se han ido, como don Manuelito Sandoval, es que la única forma de que la ciudad brille de verdad es volviendo a conectarnos en serie. Felicidades a todos, a pesar de los pesares. Válgame.
De la LIBRE-TA
BROCHE DE ORO. Para ponerle digno colofón a un año que entre otras cosas se significó por los derroches en viajes, compras y consumos de distinguidos miembros del gobierno de la autoridad republicana, esta navideña semana fue pillado José Ramón López Beltrán, el hijo mayor, ahora saliendo de la exclusiva tienda Loro Piana en Houston con bolsas de la firma Hermés, mientras trascendía que don Gerardo Fernández Noroña disfruta otra vez unas vacaciones en Europa, que para eso trabaja, y don Adán Augusto encubre con opacidad la compra 17 mil ejemplares del nuevo libro de AMLO pare regalar a sus colegas, con un precio (con descuento, conste) de más de cinco millones de pesos. ¡Felices fiestas!
@fopinchetti





