Torturadores y ratas

Guillermo Samperio

01/11/2014 - 12:00 am

He de decir para bien de La Vaquita que su director aplicaba la ley con pleno rigor; es decir las leyes orgánicas de las penitenciarías, hoy llamados pomposamente Centros de Readaptación Social (Cereso), no incluyen la tortura ni ningún tipo de violencia hacia el interno o preso, como la madriza que me pusieron los judiciales y los granaderos.

En el sentido primero, el director de La Vaquita fue riguroso; en el segundo caso los guaruras mencionados quebrantaron la ley; quiero pensar que los torturadores de las instituciones de seguridad tienen una mente enferma, impregnada por el sadismo. Por ello sería prudente que a cada miembro de estas corporaciones le fuera aplicado un examen psiquiátrico. A lo mejor el análisis que se les aplique arroja que son individuos adecuados para ser boxeadores, luchadores o cuidadores de gorilas.

Aunque no supe el nombre del director de la corporación La Vaquita, quizá ya fallecido, va desde aquí mi gratitud y mi reconocimiento como un hombre de ley; no me importa estas palabras viajen a ultratumba, o al cielo, si es que existe. Finalmente, supongo que por órdenes superiores, se nos aplicó el delito de agresiones a las autoridades. En verdad que Echeverría no tenía madre.

Al tercer día de nuestra estancia en la cárcel a un par de los cuates que estábamos en la celda, se le ocurrió llevarse bolillos para degustarlos por la noche, ya que no nos daban más que desayuno y comida. Así que en la oscuridad se los empezaron a comer e, incluso, les dieron cachos de bolillo a otros compañeros, lo cual provocó que migas de pan cayeran por aquí y por allá.

Por cierto, se me había olvidado comentar que los retretes estaban a nivel del piso, casi entrando a la celda, pegados a una pared que estaba a la izquierda si uno iba entrando; no había agua para que se fueran las cagadas y la caca se iba por su fuerza de gravedad; desde luego, que aquellos que tenías chorrillo embadurnaban el retrete y la pestilencia era mayor a la de la mierda sólida.

Bueno, esa noche de los bolillos, como a la una de la madrugada, empezamos a oír ruidos extraños y como si, de pronto, te pasara encima de la cobija una especie de gato. Pero pronto hubo encendedores aluzando la celda y nos dimos cuenta que de las letrinas salían ratas enormes y por ello dije gatos pues eran de ese tamaño, además de panzonas y se movían como si estuvieran en su casa y en verdad lo estaban.

En algunos de nosotros surgió el horror, el miedo y hasta la angustia, ya que era imposible salirse de la celda que era, lo más adecuado pero bien sabíamos que, a pesar de que llamáramos a los celadores seguiríamos ahí junto con los mapaches ratunos, los cuales se peleaban las migas de pan. Les dijimos a los que todavía tenían cachos de bolillo que lo hicieran pedazos y los tiraran a distintos lados. Todos estábamos despiertos y pegados a la pared, esperando cualquier ataque de nuestras compinches de mazmorra.

Luego de un rato en que las ratas acabaron con todo lo comible, incluso dulces que algunos traían, se nos acercaron a varios; la mía sólo mordisqueó mis zapatos y se fue hacia el cuate del partido comunista, el cual pegó un grito histérico, lo mismo que hicieron otros prisioneros de guerra del ’68.

Las ratas no se fueron por donde salieron, o sea lo escusados y poco a poco, algunos nos volvimos a acostar tapándonos hasta la cabeza y ellas, muy confianzudas, pasaron la noche con nosotros. Nos dimos cuenta de que se habían vuelto animales domésticos y yo adopté a una.

Guillermo Samperio

Lo dice el reportero