ADELANTO ¬ Los cuerpos de mujeres seguían apareciendo. Entonces la ciudad se organizó

23/11/2025 - 11:00 am

La periodista Lydiette Carrión expone en su nuevo libro Feminicidio Mítico cómo las historias de feminicidios, o aspectos de ellos, se han convertido en objetos de consumo cultural en el cine, la literatura, e incluso en la moda de alta gama femenina. En este adelanto que SinEmbargo comparte en exclusiva para sus lectores escribe sobre los asesinatos de mujeres que marcaron la vida de Ciudad Juárez en la década de 1990.

Ciudad de México, 23 de noviembre (SinEmbargo).– La situación de violencia era tal que las familias de Ciudad Juárez, en Chihuahua, comenzaron a juntarse en la década de 1990 a las afueras de los ministerios públicos. Buscaban respuestas frente “a un fenómeno complejo, multicausal, cruzado por la migración, por el trasvase de población, por la miseria, por la impunidad y, sí, por la crueldad y desprecio a la vida”: los múltiples feminicidios que marcaron la vida de esta ciudad fronteriza.

“Las madres de muchachas desaparecidas o asesinadas comenzaban a hablar entre ellas, a tocar puertas, a buscar ayuda y respuestas”, narra Lydiette Carrión en Feminicidio Mítico (Debate). En ese sentido, la periodista escribe cómo “se suele utilizar 1993 casi por consenso” como el año del que se tiene el registro del primer feminicidio en 1993.

Lydiette Carrión expone cómo José Pérez-Espino, periodista de la unidad de investigaciones especiales del Diario de Juárez y pionero en la documentación de los feminicidios, le platicó que en realidad esa fecha se estableció porque fue hasta donde llegó la investigación. “¿Por qué elegimos 1993 como punto de partida? No elegimos el año”, le indicó Pérez-Espino.

“En otras palabras, el año de 1993 quedó fijado porque en aquel momento el reportero y su unidad de investigación periodística que documentaron los casos tenían un deadline y no les dio tiempo de indagar más hacia el pasado. Pero el fenómeno no era necesariamente nuevo; de hecho, se remontaba varios años atrás, y también era multicausal”, escribe Carrión.

La periodista expone cómo en términos generales, los periodistas se decantaron por tres vertientes: 1. Quienes trabajaron sobre la hipótesis de asesinos, mafias de poder, ritos satánicos y cine snuff. 2. Quienes buscaron trabajar con datos concretos, recabados de forma muy artesanal. 3. Quienes (sobre todo periodistas mujeres) profundizaron en las historias de vida y las consecuencias de los asesinatos de mujeres, caso por caso, tanto en sus familias como en los procesos de investigación; la corrupción y la colusión del sistema político criminal en las instancias judiciales.

“A partir de estos tres grupos, algunos periodistas unificaron casos variados en un solo fenómeno, sin importar si éstos ocurrían en los mismos territorios o si había datos objetivos que permitieran vincularlos entre sí”, refiere. “Surgieron versiones que no necesariamente estaban fincadas en indicios, sino en conjeturas, suposiciones o mitos. Y esto afectó la investigación efectiva de los crímenes, explica el periodista juarense Alejandro Páez Varela”, ahonda.

SinEmbargo reproduce en exclusiva para sus lectores un fragmento del capítulo 4 de Feminicidio Mítico, de Lydiette Carrión, con permiso de la autora y de Penguin Random House Grupo Editorial.

4

Una mancha roja en el pecho: dime qué forma tiene

Ellas, a las que han convertido en “cosas”, han perdido su conexión con su mundo social y paradójicamente aparecen al mismo tiempo como entidades inertes y animadas.
Julia Monárrez (1)

Laura y Kate Mulleavy estaban en la cumbre del éxito, sobre todo después de su colección de moda de alta gama otoño-invierno 2008. Las hermanas se habían inspirado en películas de horror asiáticas: los textiles de sus vaporosos vestidos simulaban material de curación ensangrentado con diferentes gradientes de rojos: del rojo de la sangre fresca, el casi rosa, al casi negro. “Estaban diseñados para parecer como si estuvieran cubriendo una herida sangrante”.(2)

El maquillaje y el cabello culminaban la idea: orientales chongos estirados, rostros blancos con labios delgadísimos pintados en rojo profundo.

Fue un hitazo, así que en 2009 propusieron unas botas bondage inspiradas en embalsamamientos. Aunque dio de qué hablar, no fue tan impactante como la de 2008. Pero venían cosas nuevas.

El nombre de la firma, Rodarte, proviene del apellido de soltera de su madre, Rodart, de origen mexicano-italiano, y aunque tenía apenas cinco años en el mercado, para 2010 ya se había convertido en una de las más prestigiosas e innovadoras en la industria de la moda de alta costura. También era de las más caras: un vestido por 20 mil dólares, otro por 60 mil. Las expertas en revistas de moda refieren un enorme trabajo artesanal: para cada prenda se utiliza hasta una docena de telas diferentes, y se bordan a mano, se procesan, se las adorna con plumas, pedrería y otras cosas, incluso quemando y retiñendo. Se decora y se experimenta. Cada pieza lleva más de 150 horas de trabajo a mano. Por eso se decía en las revistas de moda que obtener un vestido de ésos era como adquirir un Picasso o un Rembrandt. En 2010, año del escándalo, lanzaron una colección económica junto con Target —unos 60 dólares por pieza— que fue un éxito porque mujeres jóvenes, universitarias, interesadas en el diseño y el arte deseaban adquirir un Rodarte.

No hay duda de que son talentosas.

La colección de alta gama otoño-invierno 2010 fue lanzada de forma conjunta con una línea cosmética por parte de la firma Mac. La llamaron Juarez. Sin tilde.

La presentación tuvo lugar en una exclusiva pasarela en Nueva York.(3)

Dos mujeres encienden decenas de velas blancas. La cera vertida crea una pequeña escultura al estilo de altar de Día de Muertos. Se escucha un viento, una suave flauta “nativa”. El canto mágico de algún “indígena del norte”. Cascabeles, percusiones.

Y entonces sale de entre las sombras la primera modelo.

El rostro está desprovisto de color, tan pálido como la cera derretida de las velas; sólo alrededor de los ojos se ha maquillado unas ojeras de muerte. Calavera andando. La ropa en tonos color arena, paleta del desierto, a excepción de la falda, que contrasta en rojos ocres y verde en forma de... ¿una pirámide?, ¿unos rombos que simulan ojos? La segunda modelo en colores del desierto también, con algunos rojos ocre muy tímidos entre la multiplicidad de texturas telares. La tercera, el pelo negro relamido, ojerosa también, su vestido en rojos bajos está atado, enredado en telas cual carrilleras revolucionarias. Lo que falta en el pantone sobra en texturas de telas que parecen sintéticas, estampados antiguos o pasados de moda, calcetines infantiles, crochet. Recuerda la vestimenta compuesta de estilos desiguales y piezas contradictorias de aquellas que se visten con lo que encuentran en los más pobres puestos de segundas. Pálidas con sombras insomnes, oscuras.

La sexta modelo, nos detenemos en la sexta: los colores claros, una blusa tejida a crochet con un punto muy flojo, dejando ver la piel blanquísima resplandeciente debajo de la ropa. Pero el centro de la blusa no es blanco como todo lo demás: el estambre es de un rojo oscurísimo. Pareciera una mancha de consultorio de psicólogo. ¿Qué ven ahí? ¿Un águila de alas extendidas, un pecho sangrante, una mancha que se extiende?

Cuando encendieron las luces tras la pasarela, la prestigiosa revista Style(4) entrevistó a las creadoras de la colección, las hermanas Laura y Kate Mulleavy. Ahí, esta última admitió que la inspiración vino de un lugar “más oscuro”.

El entrevistador, Tim Blanks, les pregunta:

—Cosas malas [sic] les ocurren a las mujeres en esa ciudad fronteriza. ¿Estas chicas [las modelos] son fantasmas?

Laura responde:

—Nunca lo vi de esa manera…

Pero Kate la interrumpe:

—Yo sí.

Y Laura ríe. Todos ríen.

Kate ahonda un poco más: advierte que para ella es interesante crear a partir de “aquello de lo que la gente no quiere hablar”.

—De manera personal, lo que creo que es interesante, culturalmente, es justo lo que estás diciendo.

Antes de que explotara el escándalo, la revista Vogue describió la línea en su sitio web:

Bienvenidos al último viaje de Rodarte. [...] las hermanas explicaron que un largo viaje en auto desde El Paso hasta Marfa, Texas, les hizo pensar que les gustaría explorar sus raíces mexicanas. A partir de ahí se interesaron por la conflictiva ciudad fronteriza de Ciudad Juárez: la calidad brumosa y onírica del paisaje allí, y las trabajadoras de la maquiladora yendo a la fábrica en medio de la noche. Y eso, según las diseñadoras —que ciertamente saben cómo dar un discurso que evoque el romance (5)—, las llevó a esta conclusión: crearían una colección a partir de la idea de mujeres en un estado de sleepwalking.(6)

1993

Se suele utilizar 1993 casi por consenso. Wikipedia (7) propone 1991, pero cita el primer feminicidio en 1993. En ese entonces José Pérez-Espino(8) era un reportero de 22 años en la unidad de investigaciones especiales del Diario de Juárez. Que Pérez-Espino fue pionero en la documentación de los feminicidios es algo en lo que coinciden varios de sus colegas juarenses. Entre ellos Rocío Gallegos, Ignacio Alvarado y Alejandro Páez Varela. Eran mediados de los noventa y “no había el impacto social que hay ahora” con los feminicidios, recuerda Pérez-Espino.

“No existían las organizaciones que ahora existen”.(9)

Pero las familias comenzaban a juntarse a las afueras de los ministerios públicos, las madres de muchachas desaparecidas o asesinadas comenzaban a hablar entre ellas, a tocar puertas, a buscar ayuda y respuestas.

¿Qué estaba pasando?

“Me dediqué a buscar todos los casos posibles de mujeres víctimas de homicidio. Digamos que prácticamente hablé con las familias de todos los casos”, señala Pérez-Espino. Luego contrastó la información con la que daban las autoridades y se percató de omisiones institucionales gigantescas.

“Los expedientes tenían apenas una hojita” sin información clara. Por ejemplo, recuerda una anécdota en específico: el informe decía “cuerpo localizado al pie del cerro Bola”, sin más indicaciones. El problema es que el territorio al pie del cerro Bola implicaba una extensión de 20 kilómetros cuadrados. Para darnos una idea, 20 kilómetros cuadrados equivaldrían a unos 160 estadios de futbol. Cualquiera que quisiera retomar la investigación ni siquiera podría conocer el lugar preciso, ni las propias autoridades ni la familia.

Así, el reportero documentó un descuido institucional de enormes proporciones, ocasionado por “negligencia, por dolo, por complicidad, que se fue descubriendo después”, refiere.

La unidad de investigaciones del Diario de Juárez intentó articular la información. No había aplicaciones digitales como Google Maps, así que el reportero compró un mapa muy grande de la ciudad y sus alrededores y lo pegó en la pared del saloncito que solían usar los fotógrafos del rotativo. Le ayudaron en este proceso Ignacio Alvarado, entonces editor de 22 años, y Julián Cardona, un fotoperiodista también muy joven, de unos 30 años y recién llegado al diario. Con pinchitos fueron señalizando en el mapa el último lugar donde habían sido vistas por última vez cada una de las jóvenes desaparecidas y, posteriormente, marcaron dónde encontraron los cuerpos. “Y ahí quedaron muy claros dos puntos de la ciudad”, explica el reportero: una parte del centro histórico, en particular sobre el Eje Juan Gabriel, era donde más se acumulaban desapariciones de mujeres. En contraparte, Lomas de Poleo, un descampado a más de 30 kilómetros de distancia, era un lugar donde frecuentemente arrojaban los cuerpos.

“¿Por qué elegimos 1993 como punto de partida? No elegimos el año. Fue hasta donde llegó mi investigación”, explica Pérez-Espino. En otras palabras, el año de 1993 quedó fijado porque en aquel momento el reportero y su unidad de investigación periodística que documentaron los casos tenían un deadline y no les dio tiempo de indagar más hacia el pasado. Pero el fenómeno no era necesariamente nuevo; de hecho, se remontaba varios años atrás, y también era multicausal.

“Esos datos desde entonces los tengo muy bien grabados”, advierte Pérez-Espino. “Falta de vigilancia en estas avenidas. De ahí cruzan varios kilómetros prácticamente oscuros. Cruza desde el centro de la ciudad y atraviesa un montonal de colonias. Obviamente, había condiciones propicias. Al ver que no se castigaban estos asesinatos, se siguieron cometiendo”.

La sociedad de Juárez y su gremio periodístico se enfrentaron a un fenómeno complejo, multicausal, cruzado por la migración, por el trasvase de población, por la miseria, por la impunidad y, sí, por la crueldad y desprecio a la vida. Frente a esto, a juicio de Ignacio Alvarado,10 en términos generales, los periodistas se decantaron por tres vertientes:

1. Quienes trabajaron sobre la hipótesis de asesinos, mafias de poder, ritos satánicos y cine snuff.

2. Quienes buscaron trabajar con datos concretos, recabados de forma muy artesanal.

3. Quienes (sobre todo periodistas mujeres) profundizaron en las historias de vida y las consecuencias de los asesinatos de mujeres, caso por caso, tanto en sus familias como en los procesos de investigación; la corrupción y la colusión del sistema político criminal en las instancias judiciales. En este aspecto fueron pioneras las autoras de El silencio que la voz de todas quiebra, periodistas juarenses, que buscaron dar un rostro a los cientos de mujeres asesinadas.(11)

A partir de estos tres grupos, algunos periodistas unificaron casos variados en un solo fenómeno, sin importar si éstos ocurrían en los mismos territorios o si había datos objetivos que permitieran vincularlos entre sí.

Surgieron versiones que no necesariamente estaban fincadas en indicios, sino en conjeturas, suposiciones o mitos. Y esto afectó la investigación efectiva de los crímenes, explica el periodista juarense Alejandro Páez Varela.

Quizá la más dañina para las investigaciones fue que se trataba de un solo fenómeno, el del asesino en serie o mafias del poder unificadas, coinciden Pérez-Espino y Alvarado.

Versiones

Entre 1994 y 1995 encontraron a una asesinada más en un descampado conocido entonces como Lote Bravo. El reportero Ignacio Alvarado(12) fue a cubrir la nota.

“No recuerdo el nombre de la víctima, pero era el tercer cuerpo que se encontraba en ese polígono, que es inmenso... la característica es que siempre estaban los restos de las víctimas, algunos más consumidos que otros, y los zapatos. Ahí al lado. Así es. Supongo que los aventaban, porque no es que estuvieran necesariamente emparejados los zapatos, como a veces escribía la prensa. En ese momento yo le pregunté al comandante que si después de hallar tres víctimas ahí, esto era producto de un homicida en serie. Y responde: ‘Ah, mira, puede ser’. Y luego se alejó. Unos metros más adelante lo abordó la prensa, y ahí él declaró que posiblemente estaban ante un asesino en serie”.

“Y ahí comienza toda la bola”, concluye Alvarado.(13)

Lo que se sabía sobre los asesinos en serie entonces —y ahora— era lo que mostraba la televisión, el bestseller de Robert Ressler o el Hannibal Lecter de El silencio de los inocentes. Así que policías y reporteros empezaron a “ver” patrones donde no necesariamente los había: las víctimas son delgadas, morenas, de pelo largo, clamaba la prensa. Sí, había muchas jóvenes y morenas de cabello largo, pero, más que un perfil de víctima elegida por un asesino con una obsesión por determinadas características físicas se trataba de un patrón socioeconómico. Eran en su mayoría mujeres trabajadoras, precarizadas, que vivían en la periferia y usaban el transporte público. La mayoría de las mujeres precarizadas eran migrantes del sur, de pueblos indígenas, con cabello largo y complexión delgada. Más aún, al describirlas así, eran percibidas no como seres humanos, sino como productos en serie.

Las otras hipótesis en torno a cultos satánicos o tráfico de órganos se desprendían del estado en el que se encontraban los cuerpos: en ocasiones mutilados, con partes faltantes. Una vez se encontró un retablo “satánico”. La realidad es que en Juárez ocurría de todo: violencia familiar, violencia feminicida por parte de pandillas y, seguramente sí, uno o dos o más asesinos seriales. Pero, en particular desde el periodismo practicado desde la Ciudad de México y el extranjero, existía una tendencia a unificar, a dar una respuesta única y a la vez, a despersonalizar a las mujeres y niñas víctimas de esta violencia.

“Cuando llegaban periodistas desde Estados Unidos o desde el centro del país, la mayor parte de las veces no tomaban en consideración las condiciones físicas de Juárez”, explica Pérez- Espino.

Imagínense el cuerpo de una persona a mitad del desierto... a las orillas de Ciudad Juárez. Imagínense el entorno de animales que hay. Los cuerpos empiezan a ser devorados por coyotes, por aves de rapiña. Eso explica en parte por qué les faltaban partes del cuerpo. Los ojos... los animales pequeños empiezan a comer las partes más blandas. Pero no era tanto que hubiera un patrón. Y lo más grave es que en la mayoría de los casos no supimos ni sabemos ni lo vamos a saber jamás cuál fue la causa de la muerte. Porque sólo se encontraban restos óseos. O partes del esqueleto. Pero te estoy hablando de una época donde no existía un laboratorio de ciencias forenses.

Ya lo ha escrito Willivaldo Delgadillo: hubo una exotización de Juárez, descrito como “no lugar”, borrando así a las personas que viven, resisten, buscan salidas. Una explotación del dolor de otras, un dolor, un problema muy real. Como señaló Pérez-Espino, esa exotización impidió entender qué estaba pasando y bloqueó algunas iniciativas que pudieron frenar algunos casos.

Pienso, junto con Edward Said, que lo acontecido también tiene un papel en la creación de narrativas que ayudan a las potencias mundiales. Una forma de deshumanizar, inconscientemente, a las y los habitantes de estos lugares. Una manera que tiene el llamado Norte Global de sentirse bien con su propia geografía y violencia. Por ejemplo, en aquellos tiempos, la cifra de homicidios de mujeres por cada 100 mil habitantes era bastante similar entre México y Estados Unidos. De hecho, a inicios de los años noventa, en este último país era ligeramente superior.(14) Al igual que aquel Norte deposita ropa de segundas en los mercados del Sur Global, al igual que envía toneladas de basura, también coloca en estos territorios los escenarios de sus pesadillas.

Lydiette Carrión

Lydiette Carrión

Lydiette Carrión (Veracruz, México) periodista y escritora independiente. Su trabajo se centra en la violencia de género, los feminicidios y los derechos humanos, con un enfoque que combina el periodismo narrativo y la literatura. Es autora de La fosa de agua (Debate, 2018) y Feminicidio mítico (Debate, 2025). Licenciada y maestra en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y egresada de la Escuela de Escritores de la SOGEM, donde impartió clases de periodismo narrativo durante cinco años. Actualmente cursa el doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Houston. Su trabajo ha sido publicado en Pie de Página, El Universal, Gatopardo, Open Democracy, Milenio, Newsweek en Español, Cosecha Roja y otros medios. Fue consultora en ONU Mujeres México (2022–2024) y coautora del Manual urgente para la cobertura de violencia contra las mujeres y feminicidios en México (Iniciativa Spotlight, 2019). Ha recibido diversos reconocimientos, entre ellos el Premio Género y Justicia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (2012), el Premio Rostros de la Discriminación Gilberto Rincón Gallardo (2016, colectivo) y el Premio Gabo (2019, categoría Innovación, colectivo) por Mujeres en la vitrina. Fue finalista del Premio Latinoamericano de Periodismo de Investigación Javier Valdez (2020). Ha participado como consultora en proyectos audiovisuales como la docuserie Cenizas de la gloria (producción de Juan Villoro) y las películas Ruido (Natalia Beristáin, 2022) y Arillo de hombre muerto (Gerber Bicecci, 2024).

Lo dice el reportero