En el año 11 de la alternancia, México coquetea sin rubores con el pasado. Pero no sólo con retrasar el reloj a diciembre de 2000, sino más allá, a los tiempos del control “eficaz”, a la era de los mecanismos que “sí funcionaban”, de presidentes que podían quitar gobernadores, legisladores y jueces. De los hombres que “sí sometían” a los criminales. En vez de construir una alternativa, con las frustraciones e incertidumbres inherentes, el ánimo nacional parece uno que cavila algo así como “y por qué mejor no damos un giro de 180 grados y buscamos el perdón de quienes llenaron de agravios a todo un país durante 70 años”. Sepultemos el futuro, regresemos a la cueva.
Porque si algo hay que agradecer hoy a los priístas son sus cotidianos desplantes, declaraciones que los retratan en su esencia, y más aún, que dan clara muestra de la total confianza que tienen en el retorno a la silla presidencial. Ahí está Enrique Peña Nieto, que al hablar de que ha llegado el tiempo de una “nueva generación” revive a Arturo Montiel Rojas, personaje señalado incluso por su correligionario Roberto Madrazo por su enriquecimiento. O tenemos el caso de Humberto Moreira, que no sólo no se amilana ante los señalamientos por la deuda que dejó a su estado, sino que ya quiere de nuevo fijar agenda semanal; eso sí, siempre y cuando los tópicos de esa agenda no tengan nada qué ver con el florecimiento empresarial de uno de sus colaboradores, o con la deuda de Coahuila, que no sólo es descomunal tras su gubernatura, sino que fue ocultada durante meses e incluso hay acusaciones de que funcionarios dejados por él habrían cometido fraude al sustentar parte de los empréstitos con documentos apócrifos. ¿Hace falta otro ejemplo de cómo entiende “el nuevo PRI” la función de gobernar? Si la respuesta es afirmativa ahí está el gobernador de Veracruz, Javier Duarte, que la semana pasada decretó vía Twitter la culpabilidad de los asesinados y no la de los asesinos; y que no contento con ello, revive el espíritu de leyes que, precisamente, quebraron a un sistema priísta que creíamos que se había ido para no volver.
Por una vez, parte del futuro no es incierto. Si los priístas ganan sin batalla, no tendrán ninguna necesidad de plantearse una dinámica incluyente del ejercicio del poder. Y menos aún tendrán incentivos para escuchar a los que no piensan como ellos. Si los priístas se imponen sin sudar, ¿qué los detendrá de seguir sometiendo al IFE, o de terminar de arrinconar al IFAI, o de imponer su agenda sobre cualquier otra?
Tras su autodestape, en entrevista Peña Nieto ha fijado dos líneas de comunicación que nos dan la pauta de lo que vendrá en los próximos meses: cuando se le preguntó por qué sacar del desván a alguien de un (des)prestigio como el de Montiel, el aspirante priísta fue claro en apuntar que su partido no es el único que ha enfrentado señalamientos de corrupción. Mejor aún. Peña Nieto planteó que las preguntas que se le estaban haciendo eran similares a los cuestionamientos de la oposición. Con ello, quien quiere abanderar el retorno del tricolor a Los Pinos pretende de un solo golpe dejar sin respuesta los cuestionamientos al considerarlos carentes de legitimidad así los haga la prensa. Para Peña no hay opinión pública, sólo hay adversarios.
Pero no hay que culpar a los priístas. Ellos son así. Nunca ocultaron ni su dimensión ni sus maneras. Sólo resta tener en claro que si se pierde la oportunidad que toda la sociedad abrió en julio del 2000, la autoría de tal fracaso será colectivo. Si eso ocurre, habrá que tener al menos la vergüenza de reconocer que como sociedad no nos dio ni la cabeza ni el coraje ni la generosidad para intentar un modelo democrático, con todos sus defectos. De seguir las cosas como van, ya tenemos todos los elementos para saber el tipo del país que tendremos a partir de diciembre de 2012, cuando lo único que no se valdrá será llorar.




