La opinión pública mexicana ha retomado un ángulo equivocado de las declaraciones de Carlos Fuentes recogidas por la prensa colombiana, país que el escritor visitó la semana pasada. Los encabezados de los diarios y los espacios informativos electrónicos han subrayado que el autor de La muerte de Artemio Cruz considera que tenemos unos candidatos presidenciales “muy pequeños”.
Fuentes sí dijo eso, pero dijo mucho más. La otra parte de sus declaraciones es la importante. La cuestión no es que la caballada multipartidista esté flaca, sino que, retomando las declaraciones del escritor “el problema no es quién gane esas elecciones. Lo grave es lo que va a pasar luego, gane quien gane. (México) está en una efervescencia y ninguno de los candidatos ofrece un plan viable, ni siquiera entusiasta, para resolver los problemas gigantescos que padecemos. No creo que ninguno de ellos tenga una receta convincente (…) La situación política se va a complicar, porque los problemas son muy grandes y los candidatos muy pequeños. ¿Quién va a abordar los problemas enormes que tiene México? Ninguno de los tres, quizá López Obrador, asesorado por gente buena”.
Así que el quid no es que lo candidatos sean pequeños, sino que los dilemas de México son enormes y urgentes. A eso hay que sumar que partidos y sociedad acaso tienen claro, si bien nos va, cuáles son esos problemas, pero para nada está decidido cuál es la mejor estrategia para afrontarlos, y quiénes serían los aliados que tendría el próximo mandatario para vencer las resistencias de sectores que se han visto beneficiados por el impasse que padecemos.
En el mismo sentido de las declaraciones de Fuentes, en un volumen que estos días comienza a circular --Una agenda para México 2012, Editorial Punto de Lectura--, Héctor Aguilar Camín y Jorge G. Castañeda nos recuerdan que “la democracia que tenemos produce gobiernos débiles que, sin embargo, están obligados a emprender cambios extraordinarios (…) A fuerza de disminuir los poderes del régimen presidencial, la democracia mexicana terminó debilitando al Estado. Creó un gobierno federal débil y una figura presidencial disminuida, al tiempo que repartía y aumentaba el poder a otros actores, públicos y privados, que ahora nadie puede realmente acotar ni llamar a cuentas”.
Hay que renunciar a la idea, no propuesta por Fuentes, insisto, de que estos candidatos son pequeños y que los mejores perfiles están en otra parte. Los actuales candidatos son tan malos, o tan buenos, como cualquier otro actor público de nuestro país, y son una muestra de la clase política que entre todos hemos creado. Ellos están ahí porque la sociedad civil así lo ha permitido (¿o debería decir, premiado?). Así que no se trata de esperar la llegada de un nuevo tlatoani, o de un candidato “fuerte”, o “bueno”, sino de que la sociedad ponga las condiciones a los aspirantes presidenciales de lo que exige como ideas y compromisos antes de que llegue la fecha electoral. Se trata de que la sociedad sea la coautora de los cambios necesarios.
En el mismo libro, Aguilar Camín y Castañeda apuntan al respecto que “lo ideal para el 2012 sería (…) que la sociedad organizada presente agendas o al menos preguntas nacionales: cómo crear riqueza, cómo mejorar el gobierno, qué hacer con la guerra contra el crimen, cómo universalizar la protección social de los mexicanos, qué cambiar en el sistema educativo, cómo combatir monopolios, cómo reducir la corrupción”.
Pero para ello se requiere de una sociedad más participativa. Una que demande más de los candidatos, sus equipos y sus partidos. Una que se adueñe de las campañas. La verdad que no sería tan preocupante tener candidatos “débiles” con una sociedad civil “fuerte”, vibrante, involucrada. Porque de lo contrario, la debilidad de esos candidatos puede ser aprovechada por sectores que no quieren perder privilegios –sindicatos, conglomerados mediáticos, emporios de telecomunicaciones, políticos mismos--, en detrimento de México. A partir de lo que dijo Fuentes en Colombia, cabe preguntarse si existe esa sociedad mexicana que esté dispuesta a ponerse a la altura de los retos.




