POR PABLO RAPHAEL
En verdad se llaman rarámuris y el 17 de diciembre de 2002 el entonces presidente, Vicente Fox, otorgó el Premio Nacional de Ciencias y Artes a uno de ellos. Se trata del viejo Erasmo Palma, un reputado líder nacido en Basigóchi, que en 1936 escuchó decir: ahí viene un poeta. Entonces pensó: yo tengo que ver eso. Imaginemos a un niño de siete años corriendo entre los árboles, por la vereda, atravesando la mesa del Ganoko. Media hora después, Erasmo llega a Norogachi. Ahí está Antonin Artaud, el surrealista que venía en búsqueda de una raza principio y que condenaba al gobierno de la revolución mexicana por fijarse en el modelo ruso en vez de aprovechar las condiciones de lo que llamaba “las fuerzas vivas de México”. El niño Erasmo había visto la pulmonía y la hambruna, pero nunca a un poeta. Cuando descubrió que la palabra y la palabra dada eran dos cosas capaces de cambiar su alma y curar al mundo, nació su vocación. Entonces también se hizo poeta y luego violinista y compositor y gestor cultural y humanista que se ha dedicado a rescatar la tradición oral y las leyendas de su pueblo. A pesar de ser perseguido, injuriado por algún misionero; a pesar de padecer un asesinato impune en su propia familia (1998); a pesar de los premios y las marchas y los encuentros interétnicos y la defensa permanente de los derechos de los pueblos indios, justo diez años después de la ceremonia en Los Pinos y la entrega del premio nacional, en la sierra tarahumara todo sigue igual. Idéntico. Los suicidios no son una cosa nueva. La pobreza y el hambre son las espuelas que empujan a muchas personas hacia el desfiladero ¿Cuáles son las razones? Hace unos días el presidente Felipe Calderón le echó la culpa al clima. Literalmente dijo: “el cambio climático es un tema de futuro, se puede y se deben diseñar salidas para la actual crisis económica, pero al mismo tiempo para el dilema ambiental que enfrentan los humanos, pues la población más pobre ya paga las consecuencias del cambio climático”. Mientras el presidente se comporta como un personaje de pastorela y señala a los malos, a las pestes bíblicas, a los enemigos del bien, al azote de Dios, a las estrellas y la nieve, del otro lado de la frontera y en eso que se llama planeta, miles de lectores sienten euforia por el libro Nacidos para correr de Chistopher Macdougal. En el se expone a los tarahumaras como un pueblo con la fortaleza para resistir como nadie los embates del tiempo. El autor los muestra como una comunidad de corredores fuera de serie, capaces de hacer un maratón diario, de haber resistido cientos de años la furia de la naturaleza, las guerras con otras etnias y el ataque interminable de los blancos. De nuevo: ¿Cuál es entonces la razón de la crisis actual en la sierra rarámuri? Culpar al clima es como culpar a los dioses o como decir que la responsabilidad del hambre y la miseria se deben a los 500 años de imposición cultural. Culpar al calentamiento global (que también afecta a los ricos Sioux del norte) es tan inútil como decir que en aras de los usos y las costumbres nos enfrentamos a un dilema que opone progreso y tradición. La verdad es que acusar a clima no tapa el sol y recurrir a los traumas de la historia puede convertirse en un discurso sentimental que no pone el dedo en el corazón del problema, ni tampoco soluciona nada. El verdadero mal está en las políticas públicas y los caldos de violencia, inseguridad, narcotráfico y corrupción que estas han producido.
Los tarahumaras no son idiotas, ni tampoco esperan la construcción de grandes pueblos o carreteras y sistemas de drenaje. Simplemente son una civilización que ha elegido organizarse de otra forma. Los mecanismos que les han permitido sobrevivir son la resistencia y el principio de contradicción. No confían en la propuesta imposible del neoliberalismo en tiempos de crisis: socializar las pérdidas y privatizar las ganancias, es decir, apretarse el cinturón y bajarse los pantalones simultáneamente. La resistencia tarahumara triunfa sobre sus detractores porque se traduce en un modelo de sociedad sustentado en la combinación de migración y sedentarismo solitario. Darle la espalda a la oferta de civilización imperante se convirtió en su garantía de sobrevivencia. El aislamiento y la ausencia de pueblos trazados urbanamente les ha permitido evitar el embate de la civilización que los aplaude en el discurso y los aplasta y persigue en los hechos. Mejor sería aprender del principio de contradicción que les posibilita, a diferencia del modelo cartesiano, pensar por oposición y reconciliar los contrarios. De ahí que hayan construido una religión en apariencia sincrética, pero en realidad disfrazada (ustedes dicen que existe la santísima trinidad, nosotros creemos en Onurúame que es Dios padre y dios madre al mismo tiempo. También creemos en la Tierra. Son tres. Está bien, trinidad, ustedes tienen razón). De ahí que hayan sido capaces de mantener sus usos de hábitat y costumbres sociales de visita, prudencia y nawesari o discurso público, al mismo tiempo que tienen bien medida esa otra forma de ver el mundo que nosotros llamamos “modo occidental”. A su vez, ellos nos dicen chabochis: personas con telarañas en la cara. Aunque en realidad el desastre que se vive hoy sea producto de las telarañas que tenemos en la cabeza. Y no me refiero a las telarañas ancestrales que nos pueden servir como pretexto. Me refiero a las presentes. A las telarañas de la historia reciente que, por confiar en las políticas de Estado, los tiene sometidos a una crisis que no se resuelve con colectas, porque las colectas, como la limosna, sólo curan la culpa.
Hace unos años, cuando trabajaba para la paraestatal DICONSA, encargada de llevar alimentos a las comunidades marginadas, conocí a los hermanos Jesús Manuel (Chunel) y Carlos Palma, hijos de Erasmo Palma. Uno trabajaba en la Coordinadora de la Sierra Tarahumara, el otro era funcionario de uno de los almacenes Diconsa encargados de surtir las tiendas rurales de abasto. Ambos confiaban ciegamente en el modelo de participación comunitaria que ofrecía ese programa como mecanismo para elegir y surtir los alimentos necesarios a cada comunidad. La razón era simple: ese es su modelo de relación laboral: la cooperación. Por eso, con todo y reservas, confiaron una vez más. En algún momento Chunel me contó que uno de sus hijos estaba estudiando antropología: Ahora va a estudiar a todos los que nos han estudiado. Si algo ha fallado no somos nosotros, dijo. Los tarahumaras les creyeron a las empresas madereras canadienses y locales cuando les prometieron convertirlos en socios y en vez de ello talan indiscriminadamente los bosques; les creyeron a los inversionistas del turismo cuando ofrecieron desarrollar proyectos compartidos; le creyeron al gobierno cuando éste prometió comprar sus productos agrícolas a precio justo y luego anularon el trato unilateralmente y por decreto; le creyeron al Programa Rural de Abasto cuando acordaron trabajar en corresponsabilidad para operar los almacenes rurales y abrir tiendas ahí donde se necesitaran. Repito, donde se necesitaran. De nuevo, todo estaba por cambiar. Mientras me llevaba a conocer a su padre en una vieja camioneta roja, Carlos me dijo: no hay plazo que no llegue, ustedes nos cumplirán algún día. Estoy seguro porque todo sucede. Sólo hay que estar preparado. Las cosas sólo suceden cuando todo está listo. Nosotros inventamos la paciencia.
En 1999 todavía no estábamos preparados para este mensaje. No fue 1492 sino ese año cuando se fabricó el desastre que hoy nos avergüenza.
Aquellos que trabajábamos con Oscar Navarro (director de DICONSA de aquellos años) estábamos entusiasmados. Se había diseñado un proyecto que se llamaba “Nuevo Pacto Social”, la idea era convertir la red de 23 mil tiendas Diconsa en centros comunitarios y de servicios que contribuyeran a recomponer el tejido social, a utilizarlas como una red de distribución de productos locales (incluido el maíz de producción familiar), a generar un mercado de consumo microregional que intercambiara productos con otras “poligonales” del país. Queríamos inventar un mercado justo donde el mercado no existía. El poder de Diconsa radica en su red de distribución. En la sierra tarahumara se quedaron esperando.
A mi regreso a México, acompañé a mi jefe a una reunión en la Secretaría de Hacienda. El subsecretario Santiago Levy, principal arquitecto del programa Oportunidades, nos recibió con una noticia. Los restos de CONASUPO desaparecerían (se acababa la era del subsidio) y DICONSA empezaría a funcionar con las llamadas “Nuevas reglas de operación”. Las discusiones duraron horas. La desaparición total de CONASUPO significaba la anulación de la reserva estratégica de maíz. La respuesta está en las comodities, dijo el equipo de Levy. Si no hay grano, lo importamos. Lo que es cierto es que desde la firma del TLC México fue perdiendo autosuficiencia alimentaria y la dependencia de la producción extranjera terminó por determinar el consumo nacional. No somos competitivos. Y no sólo eso, la reserva estratégica de maíz diseñada para solucionar conflictos como el que se vive en Chihuahua ya no existe más.
La siguiente discusión empezó una mañana de lunes y terminó con la renuncia de mi jefe y su equipo. Los asesores de Levy nos dijeron: vamos a fijar un piso mínimo para operar el Programa Rural de Abasto. La responsabilidad de cubrir las necesidades nutricias de la población en condiciones de pobreza se limitará a poblaciones de entre 200 y 2,500 habitantes. Mi jefe argumentó que la medida del pisó mínimo condenaría a muchas familias y comunidades a quedar fuera del programa. Puso de ejemplo a los tarahumaras, que viven en espacios aislados y entre vecino y vecino pueden existir hasta veinte kilómetros de distancia ¿Y los modelos de organización social que no se ajusten? Que cambien dijo Levy ¿Quieres provocar migraciones masivas? En efecto, quiero que se muden a los pueblos grandes ¿Y los usos y costumbres? Es hora de que se integren a la civilización ¿Y si no lo hacen? Si no lo hacen se van a morir.
Hecho consumado. Respuesta para el iluso que piense que la solución sería la creación de reservaciones indias al modo norteamericano. ¿Reducirlos a zonas de desempeño? Los tarahumaras son dueños de un territorio de 45 mil kilómetros y su población es de más de 50 mil habitantes. La idea de urbanizaciones y hacinamiento al modo gringo o japonés no sólo ya se intentó sino que acaba de fracasar estrepitosamente. Las reglas de operación de DICONSA fueron su mecanismo.
Las reglas de operación del Programa Rural de Abasto actual no toman en cuenta los usos y las costumbres, ni el modelo tradicional de organización comunitaria que tienen los rarámuris. Las consecuencias de las reglas de operación que aún siguen vigentes y la desaparición de CONASUPO como mecanismo que promovía el circuito de consumo-comercialización, se tradujeron en una seria crisis de identidad comunitaria, en la ruptura del tejido social, en el incremento de la presencia del narcotráfico y la violencia en la zona y en el aumento de los niveles de pobreza, enfermedad y mortandad. Levy tenía razón. Muchos tarahumaras migraron a los pueblos grandes como Guachochi, principalmente los jóvenes. Cuando regresaban a sus casas o a las fiestas tradicionales de invierno o de semana santa, regresaban transformados, aspirando a la troca, bebiendo tequila o sotol en lugar de tesgüino, usando sombrero, botas vaqueras y cinturón piteado. Resulta más fácil emborracharse con un par de cervezas que con algo que lleva días de preparación, resulta denigrante usar la collera, la ropa de manta, el traje de matachín. Por eso mejor disfrazarse machín. Ser hombre. Pero sucede que a las dos de la mañana, cuando el monorco encabeza el punto más intenso de la danza de matachines y los violines tocan el corazón, los jóvenes machines quieren de nuevo coronar la cabeza con un espejo. El alma les regresa al cuerpo y la identidad entra en duda. Bailan idos. En el camino se pierde un ritual y se gana el progreso, a costa de los suicidios que suceden después. Justo lo que Levy quería: que bajen, que se integren, decía.
El peso de la tradición no es un cuento chino. Esas costumbres son más sólidas que los fugaces proyectos sexenales. Las reglas de operación y los programas impulsados por la Secretaría de Hacienda y la SEDESOL (incluido el proyecto de armar una red de cajeros automáticos en el corazón la sierra) fue una colección de ideas peregrinas que aniquilaron programas e instituciones, que subestimaron la organización social y que despreciaron instituciones queridas y consolidadas que ya habían probado su eficacia. La desaparición de CONASUPO en su área de compras y la necesidad de los campesinos de vender productos a mejor precio significó un caldo de cultivo para los señores de la droga. Hace más de quince años que el maíz producido en la sierra es sólo para autoconsumo. Se trata de un producto que se comercializa barato y cuesta mucho esfuerzo producir. Una mañana, un campesino rarámuri se amanece con un fajo de mil dólares en la entrada de su parcela. El mensaje es claro. Si toma el dinero a la mañana siguiente encontrará un costal de semillas de mariguana. Si lo deja, estará escogiendo sembrar maíz y enemigos. Transcurren unos meses. Llega el tiempo de recoger el producto. Los dueños del negocio pasan por la mariguana acomodada en pacas. El campesino tiene otros mil dólares en la mano. Es rico. Llega el invierno. Se vuelve imposible salir de la cañada, la nieve es un muro. El campesino y su familia no tienen ni siquiera maíz de autoconsumo. Gracias a las reglas de operación no hay tienda cercana, no se puede comprar nada. Mueren de hambre. A menos que se coman los billetes que no pueden gastar.
Mientras nosotros les heredamos a las comunidades marginadas estas brillantes obras llenas de programas efímeros, los tarahumaras nos regalaron prácticas que hoy se entienden como absolutamente innovadoras. Basta ver que el tan aplaudido modelo de “restitución del daño” promovido por los juristas, es una tradición arraigada entre los rarámuris. Quien comete un delito, puede pagarlo no con encierro sino con trabajo. Quien pide “Korima” no está pidiendo limosna, se trata de un modelo de corresponsabilidad: yo te ayudo, tu me ayudas, cadena de favores. Ideas que les aprendimos y que se aplicaron en el Programa Rural de Abasto y su modelo de planeación participativa ¿Por qué no somos capaces de reconocer que nuestro capitalismo zombi es mucho menos civilizado? ¿Por qué no somos capaces de cumplir lo que se lleva prometiendo generaciones? Quizá porque para nuestra civilización la bondad es de estúpidos, la culpa un asunto que se cura pronto y la razón para no cambiar se resume en una regla de operación: si vives en una comunidad de menos de doscientas personas no eres mercado suficiente, no eres rentable. Eres algo que debe morir. No importa si a manos de la naturaleza, de la estupidez política, del cacique local o del sicario de turno.
Si las cosas sólo suceden cuando todo está listo, ojalá no sea demasiado tarde y la luz en la sierra sea más que una estela.






