Hace días que me da vueltas la palabra “infancia”. Los puristas me dicen que hay que dejar de usarla porque etimológicamente viene del latín infans, que significa “el que no habla”. Pero lo cierto es que, como en tantos otros términos, el uso ha superado la etimología, y hoy estamos seguros de que la infancia “habla” durante toda la vida. Más acá o más allá del psicoanálisis, habla para cada una y cada uno de nosotros, marcando en gran medida los que somos hoy.
Leo el nuevo libro de la poeta argentina María Negroni, Colección permanente (Random House, 2025), una envolvente reflexión sobre la creación poética, que me resulta profundamente conmovedora. La poetización que hace del propio ejercicio creativo reuniendo experiencias y textos propios y ajenos me regala historias, versos, imágenes que provocan dentro de mí una suerte de estampida de fuegos artificiales -sin artificio-, o de estrellas fugaces: minúsculas epifanías. Voy de línea en línea, de asombro en asombro, pluma en mano (sí, soy de la estirpe de quienes subrayan libros, los marcan, o incluso escriben en los márgenes. Eso sí: siempre con una pluma de punto delgado y con un solo color. ¡Jamás un marcador flúor ha entrado en una lectura mía!) descubriéndome a mí misma en las voces que Negroni convoca.
“Seis fragmentos a favor de lo indócil” (el título lo dice todo, ¿verdad?) se llamó el texto que leyó en la inauguración de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, en 2022, algunos de cuyos párrafos forman parte de Colección permanente.
Allí leo:
Faulkner solía decir que, como escritor, apenas disponía de un territorio del tamaño de un sello de correos.
Ese bastión minúsculo alcanza.
Lo que se busca es siempre un carozo de infancia.
El carozo, el “hueso” de la fruta, es el núcleo que encierra lo que fue y lo que será. Como en esos germinadores que hacíamos en la escuela primaria: unos pocos frijoles plantados en un vaso con algodón mojado daban origen, en pocos días, a una planta. Nuestro germinador naturalizaba ante nuestra mirada infantil el milagro de la vida. Algo así pasa con el poema, algo así pasa con la infancia: encierran el pasado y la promesa de futuro.
Durante este verano di un curso que me llevó a releer autoficciones escritas en América Latina. Autores como Piedad Bonnett, Eduardo Halfon, Alejandro Zambra, Cristina Iglesia, Lina Meruane, Gastón García Marinozzi, Andrés Neuman, Cristina Rivera Garza, Héctor Abad Faciolince, hurgan en sí mismos en busca del “carozo de infancia”, en libros que parecen cumplir -cada uno a su manera- aquello que escribiera el argentino Néstor Sánchez: “La prosa no debería ser más que una excusa para llegar a la poesía”*.
Metida en estos menesteres, descubrí por azar el blog “La infancia del procedimiento”, creado por Selva Dipasquale, y Rita Kratsman. En él invitaban a poetas a que reflexionaran sobre eso que a mí me gusta llamar “la cocina de la escritura”. El proyecto se extendió entre 2006 y 2008, y fue retomado diez años después, y reunió a decenas de escritores que escribieron hilando sus textos en torno a preguntas tales como ¿cómo se originó tu escritura?, ¿cuáles fueron tus primeras lecturas?, ¿cómo comenzaron tus caminos poéticos? Hoy las respuestas de 150 poetas pueden leerse no sólo en el blog (https://lainfanciadelprocedimiento.blogspot.com/) sino también en un libro electrónico de descarga gratuita https://edicionesacapela.wordpress.com/2023/02/03/la-infancia-del-procedimiento/
Encabezando cada uno de los textos hay una foto del poeta o la poeta cuando eran pequeños. ¿Nace la “la infancia del procedimiento” en la infancia real?
“La poesía, pensé alguna vez, es la continuación de la infancia por otros medios”, escribe Negroni.
Hoy hablo de poetas, de versos, de libros y palabras, pero detrás de todo esto no han dejado de mirarme los niños de Gaza.
Una joven escritora mexicana, Elisa Díaz Castelo, lanzó hace algunos días una invitación a un proyecto que busca visibilizar a los niños asesinados en Gaza. A partir de un artículo publicado hace dos semanas en The Washington Post en el que le ponen nombre a los 18,500 niños y niñas que han perdido la vida por la violencia israelí, nos propone escribir cada día el nombre de uno de esos chiquitos durante una semana. Cada uno videograba el momento de la escritura y sube el video a las “historias” de sus redes sociales. Un gesto pequeño que encierra todo el dolor y el espanto que estamos presenciando. Y la vergüenza por el silencio del resto el mundo.
“Yo quería mencionarlos a todos por su nombre”, dice Ana Ajmátova en su desgarrador poema “Réquiem”, escrito como homenaje a las víctimas de la violencia del Estado en la Rusia de Stalin.
Hoy somos muchos los que queremos mencionar a los chiquitos palestinos por su nombre. Para no olvidarlos. Para honrarlos. Para recordar que con cada uno de ellos mueren también el pasado y el futuro, muere el poema de una vida. Lo que fue y lo que nunca jamás llegará a ser.
*En Colección permanente.





