El Nilo y puñal de plata

Guillermo Samperio

23/05/2015 - 12:01 am

Mi espíritu es un grifo que mana arpones en espiral hacia el Nilo, mientras miro el puñal de plata con la efigie de Nefertiti. La luna, amarillosa y grande, ofrece luminosidades como sierpes de luz secreta que ondulan en la penumbra del río. En algún sitio de la distante floresta, cerca de Heliópolis, desfallecen mis geranios como si los dioses los hubieran desterrado. La seda de mi vestidura, del color de los faisanes, es un raído velamen hacia el sepulcro.

         Estuve entusiasmado cuando, a la entrada del laberinto, planté los toronjiles a fin de otorgarles una porción de mi espíritu. La doncella Gebel, que fue testigo, llevaba en el cabello una nube opalina que semejaba una breve fronda de glorias apremiadas. Recuerdo que en el momento en que ambos nos dábamos aliento ante la primera cavidad opaca del laberinto, surgieron, como pontífices de los animales, un grupo de toros cuyas patas se hundían como espadas en la arena de la playa y la espuma de sus hocicos se volvió magenta. Los toros iban trotando con la furia del hastío y se hundieron en las aguas otoñales del Nilo, degollando lotos que se mecían discretos. Sólo un astado, que en su alzada parecía una escultura de mármol lechoso, se detuvo y miró hacia nosotros con ojos de garza. Luego dio un giro brusco, levantó las patas delanteras, se lanzó al agua y, entre las lenguas leves del río, también se ahogó.

Gebel sonrió ligero como si la muerte de los toros fuera sólo una ola que se levanta con sus máscaras de beatitud, arrasando con las islas de la rivera y luego regresa a su forma de espejo móvil, una ola de pesadilla noble pero cruel e indiferente.

Para esa época, las quirománticas ya habían llenado el pensamiento de mi generación con aves oscuras, venenos terrenales y presagios amarillosos, y no quise darle una interpretación alegórica al acontecimiento de los toros ni a la mirada poniente que me lanzó el de mármol.  Entré, acompañado de la doncella, a la cavidad que nos ofrecía, sereno, el laberinto.

Anduvimos por los senderos grises que se bifurcan, caminando sobre papel de China, hasta que hallamos una cavidad cuyas estalactitas tenían una discreta luz propia. Sentí en el pecho un sonido de cítara como si mis emociones se expandieran sobre una playa que el Mar Rojo ya no lamía. No sé si transcurrieron demasiadas noches, auroras o atardeceres, pero Gebel y yo nos entregamos a placeres desmedidos de la carne, donde en ocasiones hubo tintes cárdenos en su piel de papiro liviano y asfixias de mi parte cuando ella me ataba con el cordel de su túnica. En ningún momento, aquel año en que planté los toronjiles, quise saber que debí entrar por el agujero, protegiendo el resto de mi alma con el escudo. La doncella, sin yo darme cuenta, fue utilizando sus pestañas doradas como alfileres malíficos, que fueron menguando mi entusiasmo, mi seguridad, el deseo de continuar descifrando el laberinto.

Por uno de los vericuetos grisáceos, la doncella se extravió, no sé si por la acumulación paulatina de sus torpezas más vívidas y sus largos silencios adustos, o porque el croquis del laberinto lo zurcía en la mente, otorgado por alguna de las adivinas en la ciudad de Abu Simbel, donde se hizo el trueque nocturno en la casa de Abelí Soleb.

Hace un instante, al fin salí vomitado por un viento verdoso hacia la arena estriada. Estoy de rodillas junto a un Nilo que desconozco, la tarde está agonizando del otro lado y, a la distancia, sólo distingo las dunas de un desierto bermejo. Apenas conservo fuerzas para mesarme la barba cana y no sé si podré hundir en mi pecho el cuchillo de plata que, al desgaire, acaba de dejar caer una mujer que dijo: “Las islas son puntos equidistantes que, al trazar ciertas líneas entre sí, completan una vida”. Lo único que le pido a los dioses es que Gebel no encuentre nunca los toronjiles, que mis descendientes varones se nutran de sus frutos y las damiselas porten en su frente las flores menudas verde limón.

Guillermo Samperio

Lo dice el reportero