Ego y olvido II

Guillermo Samperio

12/10/2013 - 12:01 am

Decíamos, en el artículo anterior, que el ego es ya en sí una enfermedad porque pone al yo (ego) en una posición de exclusión del otro (él, ella, ello) de ser yo mismo, el único animal que tiene conciencia de ser individuo, a diferencia del petirrojo, el cocodrilo o la chinche. Es cierto que ese yo no lograría sobrevivir en soledad, aislado de otros yoes, pero para el caso este “podría ser” no nos sirve en tanto que un yo (un ego) se afirma frente a otro, para diferenciarse, aunque sea del mismo grupo étnico o religioso. El ego en sí, como concepto, señala a una autonombrada persona, es sólo una hipótesis médica; en rigor, en la realidad real no existe un ego puro.

Por decirlo así, cuando se habla de familias disfuncionales, se supone que hay las funcionales, pero éstas también son una hipótesis médica; se puede hablar de familias menos o más disfuncionales, pero la funcional pura no ha existido ni existirá. Entonces, qué tipo de individuo lanzan las familias reales: tipos más o menos disfuncionales, que cargan egos más o menos fatalmente distorsionados. Nadie puede asegurar que tiene un ego perfecto, pero la gran mayoría de los animales mamíferos autodenominados sapientes creen que tienen un ego impecable y aquí está ya la enfermedad.

Si tienen baja estima, conmiserados, buscarán la aceptación de su ego, su yo, lamentándose de lo bueno que son, de todo lo que han hecho por lo demás y los demás les mal pagan. En general, de aquí surgen los egos de izquierdas quienes, al no mostrar su ego autodevaluado, se manifiestan por el “nosotros”, el falso colectivismo. Los que tienen, por el contrario, una alta estima, los evidentemente exitosos, levantan el discurso de su autoexcelencia, de lo que pueden hacer ellos solos. De entre ellos emergen los egos de derechas quienes, al exhibir su ego valuado, se manifiestan por afirmar al yo. Unos y otros tienden a confrontarse, enarbolando teorías (escaleras de conceptos) éticas y políticas para autojustificar sus acciones y su forma de vida.

Unos y otros, ya radicales, necesitan armas, unos para cuidarse a sí mismos y otros para cuidar a “los (as) nosotros (as)” pero, como individuos (as), un arma les da la seguridad que su baja autoestima no les otorga. Los primeros intentan cuidar su pene; los segundos exhiben un arma para enseñar el pene que es micropene (no es lo mismo enseñar una pistola 22 que un rifle expansivo o una AK-47). El sueño de disparar sexualmente con una AK-47 es lo que une en la cúspide a estos supuestos antagónicos. Lo que los sostiene es un ego de algún tipo, pero ego al fin. En este extremo donde se juntan se confirma aún más la patología de la existencia del ego. No hay ego equilibrado, pues; cada uno estamos hacia uno u otro lado, aunque sea por milímetros. Unos y otros se acusan de malos y se afirman buenos, aunque ambos consuman coca-cola y sean cómplices del agotamiento del estaño que le pertenece a las generaciones venideras.

Y el problema no es la confrontación entre unos y otros, que desde las civilizaciones desparecidas, por ejemplo la hitita, la celta, la maya antigua o la cartaginesa, ya la practicaban. La dificultad es el olvido, pero el olvido del otro y de sí mismos. El otro me refiero no a otro autonombrado hombre, sino al tigre, al río, al acantilado, al lago, al subsuelo, a la amapola, a la hormiga, o al ácaro invisible, incluso a la atmósfera y, desde luego, a las generaciones que están por venir.

Respecto del olvido de sí mismos es la traición que hemos perpetuado al desconocer, olvidar, las funciones que nos tocaban a los mamíferos con supuesta sapiencia: nombradores de cosas, seres en diálogo y testimoniadores de nuestro entorno y de sí mismos, en tanto que en un principio el mundo era en silencio y el tigre no podía decirse tigre, ni el acantilado acantilado, ni la amapola amapola. Este olvido nos está costando el suicidio como especie al suponer que la Tierra es un objeto.

Guillermo Samperio

Lo dice el reportero