Cómo ser fusilado y vivir para contarlo…

10/01/2012 - 10:00 am

Parras de la Fuente, Coahuila. Antes de que lo fusilaran, formado junto con sus compañeros frente a la pared del panteón San José, Isidro Pérez Vázquez tuvo unos segundos para grabarse una última imagen de su pueblo y rezar, con la fe que sólo los condenados a muerte son capaces de tener.

Recorriendo la línea del horizonte, observó a la gente que se había acercado movida por la curiosidad, vio a los soldados montados a caballo, enfilados a lo largo del camino, y su mirada se detuvo en el pelotón que le apuntaba. No tuvo tiempo de contarlos, pero le dio la impresión de que los fusiles eran más que los condenados. Besó la imagen de la Virgen de Guadalupe que prendía de la solapa del saco y siguió orando:

“¡Jesús, María y José, os ofrezco el corazón y el alma mía! ¡Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía! ¡Jesús, José y María, haced que expire en paz y en tus brazos el alma mía”.

El levantamiento

Apenas siete días antes, Isidro había salido de su casa para unirse al resto de los integrantes de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM). Sólo tenía 21 años y un anillo de la Virgen de Guadalupe que su madre le dio antes de despedirse. Era la noche del 1 de enero de 1927.

En todo el país, unos meses antes, se había desatado una guerra entre la Iglesia y el Estado, luego de que este último –con Plutarco Elías Calles en la Presidencia– limitara los derechos que hasta entonces tenía la iglesia, lo que motivó levantamientos en estados como Zacatecas, Michoacán, Jalisco y Guanajuato. 

En Parras de la Fuente, Coahuila, este movimiento tuvo un eco inusitado. Por eso aquella noche, un grupo de no más de 50 jóvenes decidió salir de sus casas para conquistar lo que llamaban “libertad religiosa”. 

Con ese brío y la juventud a cuestas –según narró años después Primitivo J. Cabrera en un libro que lleva por título “Prodigios de la Gracia”– tomaron la Presidencia Municipal y la cárcel durante la madrugada, desarmaron a la policía, consiguieron armas, celebraron un primer triunfo y siguieron reclutando gente. Pero la noticia llegó muy pronto a Torreón y antes de que pudieran terminar de formar su ejército, tuvieron que huir al monte porque una tropa ya los estaba buscando.

La captura

Al anochecer del 8 de enero llegaron a un rancho a descansar y alimentar a los caballos. Llevaban días sin comer ni dormir, en los pueblos por los que habían pasado, apenas consiguieron unas cuantas tortillas que distribuyeron entre la tropa.

Esa noche Isidro se comió la última que le quedaba, fría y dura, pues estaba prohibido encender fuego. Luego se acostó al lado de una de las paredes de la casa del rancho, junto con los hermanos Fuantos (Francisco y José), que desde el principio fueron sus compañeros inseparables.

Era difícil conciliar el sueño. El enemigo estaba cerca y si los alcanzaban no tendrían forma de defenderse. Los pocos que estaban armados apenas tenían municiones. La desventaja era abismal. 

Al borde de la media noche Isidro se quedó dormido, pero al poco tiempo José Fuantos lo despertó para decirle que los jefes habían dado órdenes y tenían que separarse en grupos para esparcirse por la sierra. Isidro, los hermanos y seis jóvenes más, salieron del pueblo guiados por Antonio Muñiz y José Rodriguez. Estaba a punto de amanecer.

Avanzaron al trote de los caballos durante más de una hora, antes de llegar a un ranchito del que nadie supo el nombre. Isidro recuerda que estaba al pie de unos cerros, que tenía una fila de álamos a la derecha y a la izquierda unas lomas por donde el enemigo se acercaba.

Como Muñiz y Rodríguez tenían buenos caballos emprendieron la fuga a “fuerza de carrera”. A todo galope se perdieron por entre los cerros que estaban al frente y que formaban un cañón. “La Cachetada”, se llama. 

Isidro trató de apresurarse para subir la cuesta que daba al cañón, pero su caballo a duras penas trotaba. Se fue rezagando hasta ser el más próximo al enemigo que comenzó a disparar apenas los tuvo a la vista. 

Las balas le silbaban por todos lados. Isidro estaba seguro que no alcanzaría a subir sin que alguna lo hiriera, pero no fue así. Todavía alcanzó a subir la cuesta cuando se cayó del caballo. Trató de correr, pero los soldados ya lo habían rodeado. Fue apresado y de forma automática, también sentenciado a muerte.

La ejecución

–¡Fuego! –se escucha la primera descarga y enseguida caen de golpe los primeros muchachos.

Cuando sonó la segunda o tercera descarga, no recuerda bien, Isidro Pérez se dejó caer, siguiendo un impulso desconocido –supervivencia, quizá– pero sin que alguna bala lo tocara aún. Cayó sobre su costado izquierdo y se tapó los ojos con la mano.

Por entre los dedos veía a los soldados, mientras aguantaba la respiración, hasta que no pudo contenerse más e inhaló con tanta fuerza que lo descubrieron. También estaban vivos dos compañeros más, Isidro lo supo porque los escuchó rezar. Entonces el capitán del pelotón dio una nueva orden:

–Ese muchacho del anillo todavía no se muere, déle un balazo en la cabeza para que se acabe de morir... ¡A todos dénles un balazo en la cabeza!

Cuando Isidro escuchó la orden, pensó que ahora sí era el final. Comenzó a rezar mientras miraba al soldado que se acercaba con el fusil en la mano. Cuando estuvo frente a él cerró los ojos. No quiso ver más.

“Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”.

El oficial corta cartucho. Dispara. Falla. Corta cartucho. Dispara. Falla. Corta cartucho. 
Dispara. Falla. Entonces el general dio una nueva orden: “¡Con la pistola! ¡Déle con la pistola!”. Esa vez no falló.

Un golpe como de un mazo cayó sobre la cabeza de Isidro. Luego los balazos golpearon el cuerpo de los demás jóvenes, al tiempo que los rezos se ahogaban.

Con el silencio que dejaron los soldados al irse llegó un olor a muerte que pronto se esparció por el pueblo.

El ‘milagro’

Cuando Isidro abrió los ojos, los soldados ya se habían ido. Poco tiempo después, comenzó a llegar la gente del pueblo que había observado todo desde la distancia.

–Llévame a Camizeta, por favor –le dijo Isidro a Fidencio López, un vecino del pueblo que reconoció entre la gente.

–¿Puedes caminar? –le preguntó.

–No. Por favor, ayúdame –suplicó Isidro.

–No puedo, no quiero problemas con la autoridad –lamentó Fidencio, mientras el resto de la gente reconocía, entre las manchas de sangre, los rostros de los jóvenes muertos.

–Al menos cúbreme la cara con mi sombrero –rogó Isidro, lastimado por los rayos del sol.

Quien sabe cuánto tiempo estuvo ahí tirado, entre los cadáveres de sus compañeros, sin que nadie quisiera ayudarlo y con un charco de sangre resbalando por la sien, inundándole el ojo. Entonces se desvaneció.

Al poco tiempo (o eso creyó él) nuevas voces de asombro lo despertaron del desmayo. Luego vio llegar un coche del que bajó su mamá apresurada. Alguien le había dicho que era fácil que su hijo estuviera en el panteón, junto con otros que habían caído prisioneros.

Fue la única que se atrevió a levantarlo para llevarlo al hospital y salvarlo del entierro.

Lo condujo primero al puesto de socorros que estaba en la Penitenciaría, para darle primeros auxilios. Ahí le sacaron el anillo que tenía incrustado en la frente –el mismo que le salvó la vida– y le dañó la vista. Su madre se lo había regalado el día que partió a la guerra.

Después lo internaron en el Hospital Guadalupano, donde hicieron lo posible primero por rescatarlo de la muerte y luego de la penumbra de la ceguera. Al final lograron salvarle la vida y la vista de un ojo. Luego de dos meses fue dado de alta

La carta

Todo esto lo sabemos porque años después, desde Filadelfia –a donde tuvo que huir luego de que salió del hospital, por temor a represalias–, escribió una carta a un buen amigo suyo: el padre Porfirio Hernández Arciniega, en la que contó por primera y única vez la historia de su fusilamiento.

En tres cuartillas, Isidro narra de puño y letra los dos días que pudieron ser los últimos de su vida. Con distancia y tiempo de por medio, recuerda cómo empezó la pesadilla: “Al anochecer del día ocho de enero de 1927”, hasta que tuvo que ser operado de emergencia por el balazo que recibió en la cabeza.

Durante años, sin que alguien supiera, la carta permaneció guardada en el archivo del padre Porfirio Hernández y la historia de Isidro era una anécdota que sólo se contaba de boca en boca en Parras de la Fuente.

Luego de más de 10 años de exilio (“Aquí he tenido que sufrir mucho, pues con la falta del ojo es muy difícil encontrar trabajo”, escribió en la carta), Isidro volvió a Parras y al poco tiempo se casó con Sofía Chacón, con quien tuvo siete hijos.

En su pueblo y con los suyos murió a los 58 años, en 1964, a causa de un infarto. Cuando el padre Porfirio fue a darle el pésame a la familia, les entregó la carta que Isidro escribió en Filadelfia. Hasta que la leyeron supieron exactamente lo que pasó con él. En vida nunca habló del tema, quizá porque ésa era su forma de salvarlos del peso de la historia.

Uno de los hijos, Mariano, decidió transcribir a máquina la historia de su padre para que toda la familia la tuviera. Hoy la carta original está extraviada y junto con ella el anillo de la Virgen de Guadalupe que salvó a Isidro de morir fusilado, pero han sobrevivido las palabras.

La pared del panteón San José todavía conserva los agujeros que dejaron las balas aquel 10 de enero de 1927.

“Cuando me vine de Parras, pasé por el Panteón y vi el sitio del fusilamiento, con los agujeros de las balas que me dirigieron, todas están como a unos 10 centímetros arriba del sombrero... ¿cómo se desviaron hacia arriba?”, escribió Isidro en su carta.

En 1977, familiares de los jóvenes cristeros colocaron ahí una placa con sus nombres para recordar el 50 aniversario de su fusilamiento, para que no los olvidaran.

“No creas que me arrepiento de haber luchado por nuestra religión, lo que hice lo hice con todo mi corazón, con todo mi entusiasmo contribuí en algo al reinado de Cristo Rey y por él ofrecí mi sangre y mi vida si era preciso, para que él reinara en nuestra patria”.

Cyntia Moncada

Lo dice el reportero